La Comunión de los Santos en cada Misa

Un misterio de unidad

La Iglesia católica nunca está sola. Cuando un sacerdote celebra la Santa Misa, no lo hace únicamente en nombre de los fieles que están presentes físicamente en el templo. La liturgia tradicional enseña que, en cada Misa, se une toda la Iglesia: la militante, que somos los fieles en la tierra; la purgante, que son las almas que esperan en purificación su entrada en el cielo; y la triunfante, formada por los ángeles y santos que ya gozan de la visión de Dios.

En otras palabras, cada Misa es un verdadero encuentro entre el cielo y la tierra. Por eso Mons. Marcel Lefebvre, en su obra La Misa de Siempre: El Tesoro Escondido decia que el altar es como un puente entre el mundo visible y el invisible, donde todo el Cuerpo Místico de Cristo se hace presente y participa del sacrificio.

1. La Iglesia militante: nosotros en la tierra

La primera realidad de esta comunión es la participación de los fieles en la tierra.

En la Misa Tridentina, el sacerdote no celebra solo, aunque esté físicamente solo en el altar. Siempre celebra con la Iglesia entera. Los fieles presentes se unen espiritualmente al sacrificio, ofreciendo sus vidas, sus trabajos, sus alegrías y sufrimientos en unión con Cristo.

Las oraciones del ofertorio lo expresan con claridad: el sacerdote pide a Dios que reciba la hostia “por nuestros pecados, ofensas y negligencias, y por todos los que están aquí presentes, así como por todos los fieles cristianos, vivos y difuntos”. De este modo, cada fiel que participa de la Misa se sabe parte de un pueblo que ora y ofrece en comunión.

Aquí la liturgia enseña algo profundo: ninguno de nosotros se salva solo. La vida cristiana es comunitaria, es eclesial. Al participar en la Misa, dejamos de lado la tentación del individualismo y nos unimos como miembros de un mismo Cuerpo.

2. La Iglesia purgante: las almas que esperan

El segundo aspecto de esta comunión es la presencia invisible pero real de las almas del purgatorio.

En el Canon Romano, el sacerdote reza explícitamente por ellas: “Acuérdate también, Señor, de tus siervos y siervas que nos han precedido con el signo de la fe y duermen ya el sueño de la paz”. Luego pide que Dios les conceda “el lugar del consuelo, de la luz y de la paz”.

Esto nos muestra que la Misa es la ayuda más grande que podemos ofrecer por nuestros difuntos. Ninguna oración, ninguna limosna, ninguna penitencia personal se compara al valor de una sola Misa ofrecida por un alma del purgatorio.

Mons. Lefebvre subrayaba que aquí se manifiesta el amor misericordioso de la Iglesia: la comunión de los santos no se limita a los vivos, sino que abraza también a los que sufren y esperan la visión de Dios. Cuando asistimos a la Misa, llevemos en el corazón a nuestros difuntos y ofrezcamos por ellos este tesoro inagotable.

3. La Iglesia triunfante: ángeles y santos presentes

El tercer aspecto es la participación de la Iglesia triunfante, es decir, los santos y los ángeles que ya gozan de la gloria del cielo.

La liturgia antigua lo recuerda con frecuencia. En el Sanctus, por ejemplo, repetimos las palabras de los serafines: “Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios de los ejércitos”. En ese momento, la asamblea terrena se une al canto eterno de los ángeles, participando de su alabanza celestial.

El Canon Romano también menciona a la Virgen María, a los apóstoles y a numerosos mártires, recordándonos que su intercesión acompaña el sacrificio del altar.

Esto significa que, cuando estamos en la Misa, no estamos solos. Estamos rodeados de una multitud inmensa de santos que oran con nosotros y por nosotros. Como decía San Juan Crisóstomo: “El altar está rodeado de ángeles que asisten al sacerdote”.

4. El altar: centro de la comunión

El lugar donde esta comunión se hace visible es el altar.

En la Misa Tridentina, el altar no es una mesa de reunión, sino el Gólgota hecho presente. Allí se inmola sacramentalmente Cristo, y todos —vivos, difuntos, ángeles y santos— se unen a ese sacrificio.

Por eso siempre debe haber un crucifijo sobre el altar: para recordarnos que el sacrificio de Cristo es el centro de toda comunión. La Virgen María estuvo al pie de la Cruz, y sigue estando espiritualmente al pie de cada altar. Los santos se unen desde el cielo, las almas del purgatorio reciben consuelo, y los fieles en la tierra participan con devoción.

El altar es, por tanto, el punto de encuentro donde toda la Iglesia se hace una sola en Cristo.

5. La comunión de los santos y el Cuerpo Místico

Este misterio no se entiende plenamente sin la doctrina del Cuerpo Místico de Cristo.

Cristo es la Cabeza, y todos los bautizados somos sus miembros. Los santos en el cielo, las almas del purgatorio y los fieles en la tierra formamos un solo cuerpo. Y en la Misa, ese cuerpo se une en torno a su Cabeza, que es Cristo inmolado en el altar.

Aquí comprendemos que la Misa no es una celebración aislada de una comunidad local, sino la oración de toda la Iglesia. Cada vez que el sacerdote celebra, lo hace en nombre de la Iglesia universal. Cada fiel que participa se inserta en este gran misterio de unidad.

6. Frutos espirituales de esta comunión

Contemplar la comunión de los santos en cada Misa produce frutos muy concretos en nuestra vida cristiana:

  1. Humildad: reconocemos que no estamos solos ni somos autosuficientes.
  2. Caridad: aprendemos a orar y ofrecer sacrificios por los demás, vivos y difuntos.
  3. Esperanza: sabemos que nuestros difuntos reciben ayuda y que nosotros también seremos socorridos.
  4. Gozo espiritual: nos unimos al canto de los ángeles y santos, anticipando la gloria del cielo.
  5. Unidad eclesial: dejamos de lado divisiones humanas para vivir la verdadera unidad que solo Cristo puede dar.

7. Objeciones y aclaraciones

Algunos pueden pensar que hablar de ángeles y almas del purgatorio en la Misa es algo simbólico. Nada más lejos de la verdad. La fe católica enseña que se trata de una realidad espiritual: aunque no los veamos, los ángeles y santos están presentes. Y aunque no escuchemos las voces de las almas, la gracia de la Misa las alcanza realmente.

Otros se preguntan: “¿No basta rezar en casa por los difuntos?” Sí, la oración personal es valiosa, pero ninguna oración privada se compara al valor infinito del sacrificio de la Misa. Por eso la Iglesia siempre ha insistido en la importancia de mandar celebrar Misas por los difuntos.

La Iglesia una en el sacrificio de Cristo

Cada Misa es, en verdad, una comunión universal. Allí la Iglesia militante, purgante y triunfante se une en torno al sacrificio de Cristo. Allí los ángeles cantan, los santos interceden, las almas del purgatorio reciben alivio y los fieles de la tierra ofrecen su vida.

Mons. Lefebvre lo resumía así: “La Misa es el acto supremo de la comunión de la Iglesia: todos los miembros, visibles e invisibles, se reúnen en torno a su Cabeza, que es Cristo inmolado en el altar”.

Querido sacerdote, querido laico: cuando asistas a la Misa Tridentina (La Misa de siempre), recuerda que no estás solo. Estás acompañado por la Virgen María, los santos y los ángeles. Estás unido a tus difuntos y a todos los fieles de la tierra. Estás participando de la comunión de los santos, que se realiza de manera sublime en cada Santa Misa.

Que esta verdad nos llene de fe, esperanza y amor, y nos ayude a vivir cada Eucaristía como un anticipo del cielo en la tierra.

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