
Historia
San Winoco fue un monje bretón del siglo VII, discípulo de San Bertino, y uno de los santos que más brillaron en la gran tradición monástica de San Columbano. Nació en una familia noble y piadosa, y desde joven mostró un alma completamente entregada a Dios. Su deseo más profundo era protegerse de las tentaciones del mundo dentro del claustro y vivir solo para Cristo.
Acompañado de tres compañeros bretones —Brodanoco, Injenoco y Madoco—, Winoco abandonó su patria y se dirigió a la abadía de Sitien (Saint-Omer), donde la vida monástica era rigurosa y penitente. El abad San Bertino, al verlo, reconoció en él un espíritu extraordinario. Desde el primer día, Winoco se destacó por su fervor, su humildad y su deseo de imitar a los santos que lo rodeaban.
Su entrega a Dios era tal que inspiraba a los demás monjes a abrazar con alegría las austeridades más severas. No buscaba cargos ni honores, sino la perfección interior. Sin embargo, su virtud lo llevó a ser nombrado prior del monasterio de Worehooth, donde gobernó con sabiduría y caridad. Jamás se mostraba duro con los demás; prefería servir antes que ser servido.
Cuando el cansancio y la edad comenzaron a debilitarlo, pidió al abad ser liberado de su cargo para ocupar un puesto más humilde: el de molinero del convento. Allí, en ese trabajo sencillo, Dios quiso glorificar su humildad. Mientras él rezaba en silencio, un ángel movía la rueda del molino, produciendo una cantidad de harina que asombraba a todos. Uno de los monjes, movido por la curiosidad, lo observó en secreto y fue castigado con ceguera. Winoco, con la señal de la cruz, le devolvió la vista.
Su vida fue un continuo testimonio de mansedumbre y oración. Nunca perdió la paz ni la sonrisa, incluso en los momentos más difíciles. En sus últimos años, su única aspiración era morir en Cristo: “Señor, que mi alma vuele a Ti, para que pueda glorificarte eternamente”, repetía con frecuencia. Su deseo fue escuchado el 6 de noviembre del año 716, cuando su alma fue llevada al cielo entre el canto de los ángeles.
Tras su muerte, San Winoco comenzó a obrar numerosos milagros. Durante un incendio en el convento, las llamas respetaron su tumba, señal de la protección divina. Muchos enfermos se curaron por su intercesión: un cojo recobró la salud al tocar su sepulcro, un obrero cayó desde lo alto sin sufrir daño, y hasta un cáliz roto se recompuso milagrosamente. Con el paso de los siglos, sus reliquias fueron veneradas en varias iglesias de Francia y Bélgica, y su culto se mantuvo vivo como testimonio de la santidad humilde y obrera.
En Vergués, donde reposan sus reliquias, cada año se celebraba una solemne procesión en su honor. En una ocasión, al sumergir las reliquias del santo en el río, un niño ahogado apareció vivo, lo que dio origen a la tradición de bendecir las aguas. Desde entonces, los molineros y trabajadores manuales lo veneran como su patrono, reconociendo en él al monje que convirtió el trabajo más sencillo en una oración continua.
Lecciones
1. La humildad eleva más que cualquier honor. San Winoco renunció al mando para servir en lo pequeño, y allí Dios lo glorificó.
2. El trabajo ofrecido a Dios se convierte en oración. Su molino movido por ángeles es símbolo de que toda labor, si se hace con amor divino, se vuelve celestial.
3. El silencio y la mansedumbre son frutos de la unión con Cristo. Su paz interior irradiaba luz a todos los que lo conocían.
4. Los milagros nacen de la fe viva y sencilla. Winoco no buscó signos extraordinarios, pero su pureza de corazón atrajo el poder de Dios..
“San Winoco, el monje humilde que hizo girar el molino con sus oraciones, nos enseña que la verdadera grandeza está en servir a Dios en lo más pequeño.”
