San Leonardo de Puerto Mauricio: Soldado de Cristo y Reformador de Almas

Historia

En el año 1676, en la costa bañada por el Golfo de Génova, nació Pablo Jerónimo Casanova, quien desde el bautismo —recibido el mismo día de su nacimiento— fue consagrado a la gracia y destinado por Dios para ser uno de los más grandes misioneros de su tiempo. Su infancia, marcada por la temprana muerte de su madre, fue dulcemente guiada por su madrasta María Riolfo, mujer piadosa que lo educó con ternura materna. Desde pequeño despuntó en él una profunda devoción a la Santísima Virgen, a quien confiaba cada acontecimiento grande o pequeño, pasando las cuentas del rosario con gozo filial.

Sus estudios en Puerto Mauricio pronto revelaron sus grandes talentos, y su tío Agustín Casanova lo invitó a Roma para perfeccionarlos. Allí, entre jóvenes de diversas naciones, encontró los peligros propios de la edad, pero se mantuvo firme por la oración, el estudio y la disciplina. Miembro de la congregación de los Doce Apóstoles dirigida por los jesuitas, comenzó a ejercitarse en el apostolado enseñando catecismo y atrayendo almas a la iglesia. En sus ratos libres, se nutría espiritualmente con la lectura devota de San Francisco de Sales, especialmente la Introducción a la Vida Devota.

La gracia divina iba madurando en su alma un deseo creciente de consagrarse totalmente a Dios. Tras una confesión general, abrió este anhelo a su director espiritual, el P. Grifonelli. Poco después, un encuentro providencial con dos franciscanos reformados y la escucha del Convértenos, Deus, Salutaris Noster durante la oración de completas hicieron resonar decisivamente la voz de la gracia. Aunque su tío se opuso con fuerza y lo expulsó de su casa, Pablo encontró refugio en casa de su primo Pongetti. Allí se afirmó en su vocación, y al tomar el hábito franciscano adoptó el nombre de Leonardo en gratitud.

En el noviciado de Ponticelli se dedicó con ardor a adquirir las virtudes del seráfico Padre San Francisco, y tras la profesión religiosa cursó seis años de estudios, destacándose tanto en ciencia como en santidad. Incluso antes de ser sacerdote, predicó con fruto la cuaresma a las jóvenes del asilo de San Juan de Letrán. Ordenado presbítero, soñó con ir a las misiones de China en busca del martirio, pero la Providencia dispuso otro rumbo: una grave enfermedad lo apartó de la enseñanza. Ante la insuficiencia de los remedios humanos, se encomendó a la Virgen prometiendo dedicarse a las misiones si recobraba la salud. Curó milagrosamente y, fiel a su voto, comenzó su incansable vida apostólica.

Durante cuarenta años recorrió Italia predicando misiones con un celo ardiente que agotó sus fuerzas. Su palabra, vigorosa y clara, alcanzaba desde al Papa hasta los pobres, soldados, presos y enfermos. Multitudes de quince a treinta mil personas acudían a sus ejercicios espirituales. En ciudades como Gaeta y Liorna, logró que los carnavales se transformaran en penitencia; los teatros se cerraron y los confesionarios rebosaron de penitentes. Tal era el poder de la gracia actuando a través de él.

Su misión en Córcega fue una de las más heroicas. La isla, desgarrada por guerras internas, estaba envuelta en odios, venganzas y violencia. Leonardo predicó incansablemente la paz, logrando reconciliaciones admirables incluso de los más temidos bandidos. A través del ejercicio del Viacrucis —devoción a la cual consagró su vida— consiguió que innumerables almas dejaran las armas y abrazaran la misericordia. Con sabiduría casi de estadista, organizó magistrados para conservar la paz entre las familias y orientó al gobierno sobre los medios para mantener el orden.

Todo su fruto apostólico provenía de su profunda santidad. Antes de predicar, pasaba largas horas en oración y penitencia. Su rostro demacrado, su mirada ardiente, sus gestos sobrios y su voz llena de convicción penetraban el corazón. Cuando veía resistencia en su auditorio, se ceñía una corona de espinas y se golpeaba la espalda exclamando: “¡Sangre! ¡Sangre!”, implorando misericordia para los pecadores. El cielo confirmaba su misión con milagros: curó enfermos, anunció sucesos futuros, leyó los secretos de las conciencias y obraba signos que conducían a la conversión.

Ya anciano, quiso retirarse, pero el Papa Benedicto XIV le respondió: “Hijo mío, soldado eres de Cristo; un soldado no retrocede mientras la batalla dure”. Obedeciendo al Vicario de Cristo, reanudó con fuerza renovada su predicación, especialmente en preparación al jubileo de 1750. Predicó en Roma ante inmensas multitudes y tuvo la dicha de ver a muchos ganar la indulgencia jubilar. Después, agotado, continuó aún algunas misiones más hasta que, desfalleciendo en el púlpito, comprendió que había llegado su hora.

En su último viaje por los Apeninos enfermó gravemente. Aun así, en Foliño celebró una última misa, afirmando que una sola Eucaristía vale más que todos los tesoros del mundo. Entró en Roma diciendo a sus hermanos: “Entonad el Te Deum, que yo responderé”. Recibió el viático con fervor y, tras un coloquio lleno de amor con la Reina del Cielo, su rostro se iluminó con resplandor celestial antes de entregar su alma a Dios el 26 de noviembre de 1751. Canonizado por Pío IX en 1867, dejó como herencia la devoción del Viacrucis y una vida consumida por Cristo y las almas.

Lecciones

1. La fidelidad a la gracia transforma el alma

San Leonardo muestra cómo un corazón dócil a los toques del Espíritu Santo se convierte en instrumento de salvación para miles.

2. La oración y la penitencia sostienen el apostolado

Su predicación poderosa nacía siempre de largas horas de diálogo con Dios y de austeras penitencias ofrecidas por los pecadores.

3. El celo por las almas no conoce cansancio

Durante cuarenta años recorrió Italia sin descanso, enseñando que quien ama verdaderamente a Cristo se entrega sin reservas.

4. La cruz es camino de paz y reconciliación

La devoción al Viacrucis, centro de su misión, muestra que sólo la contemplación del Crucificado puede curar odios y unir a los corazones.

“San Leonardo de Puerto Mauricio nos enseña que el alma encendida por la Pasión de Cristo puede transformar pueblos enteros y hacer florecer la paz donde antes reinaba la oscuridad.”

Fuentes: FSSPX, VidasSantas, Wikipedia

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