
Historia
En la sagrada tradición de Bizancio, el monte Escopa —también llamado San Ausencio— se levantaba como faro de oración y penitencia. Allí, después del gran ermitaño Ausencio, florecieron generaciones de monjes cuyo perfume de santidad impregnó las laderas de aquella montaña bendita. En este mismo lugar, hacia el año 715, nacería Esteban, fruto de un voto hecho por su madre a la Santísima Virgen en el venerado santuario de las Blanquerna. Desde antes de venir al mundo estaba ya consagrado a la gracia.
La ocasión de su nombre fue un prodigio. Sus padres, Juan y Ana, asistían a la entrada solemne del santo patriarca Germán en Santa Sofía. Subida la madre en un pequeño banco para verle mejor, gritó al pasar el prelado: “¡Bendecid al niño que el Señor me va a dar!”. Y el patriarca, inspirado por Dios, respondió: “Que Dios lo bendiga por intercesión del primero de los mártires”. Nacido el niño, fue bautizado por el mismo patriarca y se le impuso el nombre de Esteban, en honor del protomártir.
El joven creció en pureza virginal, obediencia y silencio religioso. Poseía memoria prodigiosa y una profunda afición por la Sagrada Escritura y las obras de San Juan Crisóstomo. A los dieciséis años, su madre lo llevó al monasterio del Monte Ausencio para consagrarlo a Dios según su voto. El abad Juan, discípulo de los grandes solitarios, intuyó de inmediato la santidad futura del joven. Le tonsuró, le revistió del hábito y le dio la bienvenida como hijo amado. Esteban abrazó desde entonces vigilias, ayunos y los oficios más humildes con fervor de perfecto discípulo.
Entre sus tareas, la más ardua era la de traer agua desde una fuente lejana, por un camino escarpado que bajaba la montaña. Cumplía este oficio tanto en invierno como en verano sin descuidar ninguna de las observancias monásticas. Además servía a un monasterio de religiosas cercano, donde reposaban las reliquias de San Ausencio. Para evitar distracciones, enseñó a un perro a llevar cartas y objetos, de modo que su corazón permaneciera unido a Dios incluso en los recados. Su vida era un tejido de humildad, silencio y obediencia.
Un día, regresando de sus servicios, encontró al anciano abad llorando sobre una piedra en su gruta. Esteban se postró esperando la bendición, pero el santo permaneció en silencio. Al levantar la cabeza, le dijo entre lágrimas que Dios le había revelado un futuro doloroso: bajo su dirección el monasterio florecería, pero más tarde sería destruido por los enemigos de las santas imágenes. Le exhortó a vigilar sin cesar, porque sólo quien persevera hasta el fin será salvo. Con estas proféticas palabras, el abad anunciaba los combates que Esteban habría de librar contra la herejía iconoclasta.
Tras la muerte del anciano, Esteban fue elegido abad a pesar de su corta edad. Humilde como siempre, trabajaba con sus manos fabricando redes y copiando libros para no gravar a nadie. Muchos buscaban su palabra, pero él prefería la soledad. Escogió doce discípulos —entre ellos Juan, Cristóbal y Zacarías— y luego, confiando la comunidad a un ecónomo, se retiró a una celda diminuta en la cumbre, sin techo, diciendo: “El cielo me basta”. Desde allí impartía bendiciones y consuelo a quienes subían a escuchar su consejo.
Pero los tiempos se habían vuelto peligrosos. El emperador Constantino Coprónimo perseguía con furor a los defensores de las santas imágenes. Esteban, cuya autoridad espiritual era grande, fue considerado enemigo del Estado. Enviaron emisarios para seducirlo con regalos y halagos, pero él rechazó todo con un ardiente testimonio de fe. Finalmente fue arrestado, arrastrado fuera de su celda y llevado al monasterio vecino. Sus rodillas, endurecidas por años de oración, no podían sostenerlo, y fue transportado por los soldados.
Siguió entonces un largo calvario: calumnias, procesos amañados, falsos testigos, destrucción de los monasterios y múltiples prisiones. Esteban fue llevado a cárceles donde ya estaban encerrados cientos de monjes fieles. Allí, en vez de apagarse, la vida monástica resplandeció: la prisión se convirtió en coro y cenobio, donde día y noche se elevaban salmos y alabanzas. Los carceleros lloraban al ver tanta mansedumbre. Finalmente, el santo fue sacado a la calle, golpeado brutalmente, arrastrado entre injurias y, al pasar frente a la iglesia de San Teodoro, inclinó su cabeza en acto de veneración. En ese instante, un tal Filomacio le asestó el golpe mortal. Era el 28 de noviembre del año 764.
Lecciones
1. La fidelidad al voto consagra toda la vida.
Como su madre, el alma que confía sinceramente a sus hijos y proyectos a la Virgen recibe de Dios frutos de santidad inesperados.
2. La humildad es fuerza invencible contra la herejía.
Esteban venció a emperadores no con violencia, sino con la mansedumbre y el testimonio de su vida.
3. El monje transforma el mundo desde el silencio.
Su celda estrecha y su oración constante tuvieron más fuerza que los decretos imperiales.
4. El martirio es la corona del que persevera.
La muerte violenta del santo es testimonio de que ninguna persecución apaga la luz de la verdad.
“San Esteban el Joven nos enseña que quien permanece firme por la verdad de Cristo, aunque el mundo se hunda a su alrededor, ya ha comenzado a participar de la victoria eterna.”
