
Historia
No fue sacerdote, sino simplemente un laico, y fue el primer apologista cristiano. Se llama apologista al que escribe en defensa de algo. Y Justino escribió varias apologías o defensas del cristianismo. Sus escritos ofrecen detalles muy interesantes para saber cómo era la vida de los cristianos antes del año 200 y cómo celebraban sus ceremonias religiosas.
San Justino nació hacia el año 100 en Flavia Neápolis, hoy llamada Nablus, en la región de Samaria, en el seno de una familia pagana de cultura griega. Desde muy joven mostró un corazón inquieto, ávido de sabiduría y con una sed profunda de encontrar el sentido último de la existencia humana. Con empeño y dedicación, se entregó al estudio de las principales escuelas filosóficas de su tiempo: el estoicismo, el peripatetismo, el pitagorismo y, especialmente, el platonismo. Pero aunque hallaba destellos de verdad en cada una, ninguna calmaba plenamente el hambre de eternidad que habitaba en su alma.
Él mismo relata que deseaba encontrar una enseñanza que no solo hablara del alma y del universo, sino que revelara al verdadero Dios, fuente de todo bien y de toda verdad. En esa búsqueda, Dios ya estaba actuando en su corazón.
La luz plena se encendió en su vida cuando, durante un paseo solitario cerca del mar, se encontró con un anciano cristiano. Este hombre, humilde pero sabio, le habló de los profetas, de su inspiración divina, y de cómo Cristo había cumplido en su Persona todas las promesas del Antiguo Testamento. Le enseñó que solo la revelación cristiana, contenida en las Sagradas Escrituras y vivida en la Iglesia, poseía la verdad plena y salvífica.
Aquel encuentro fue para Justino una auténtica gracia, un llamado directo del Señor. Abrazó la fe cristiana con gozo y determinación, convencido de haber hallado la “única filosofía verdadera y provechosa”. Desde entonces, se consagró a vivir y enseñar que Jesucristo es la plenitud de toda sabiduría humana y divina.
Estas palabras de la Escritura reflejan perfectamente el cambio en Justino: dejó de temer a los hombres y comenzó a vivir en santo temor de Dios, dándole gloria con su vida, su enseñanza y, finalmente, con su sangre.
Justino se trasladó a Roma, donde fundó una escuela cristiana que combinaba la enseñanza filosófica con la fe. Allí defendía que el cristianismo no era una superstición ni una simple religión entre otras, sino la culminación de toda verdadera filosofía. Enseñaba públicamente, atrayendo a muchos con la belleza de la fe vivida con razón, caridad y verdad.
Escribió importantes obras apologéticas. Entre ellas destaca su “Primera Apología”, dirigida al emperador Antonino Pío, donde pedía que los cristianos no fueran perseguidos por su fe, sino juzgados justamente por su conducta. También escribió el “Diálogo con Trifón”, en el que defiende a Jesucristo como el verdadero Mesías prometido a Israel.
Uno de sus legados más preciosos es su descripción de la Santa Misa en el siglo II, testimonio de la continuidad ininterrumpida de la fe católica desde los Apóstoles:
“En el día llamado domingo, todos los que viven en las ciudades o en los campos se reúnen en un mismo lugar, y se leen las memorias de los apóstoles y los escritos de los profetas… Luego se ofrece pan, vino y agua, y se da gracias a Dios con toda el alma.”
— San Justino, Primera Apología, 67 (CIC 1345 La misa de todos los siglos)
Con estas palabras, Justino nos muestra que la Eucaristía ya era, desde los primeros tiempos, el centro de la vida cristiana, celebrada el domingo como el “día del Señor”.
Durante el reinado del emperador Marco Aurelio, la persecución contra los cristianos se intensificó. Justino fue arrestado junto a otros discípulos y llevado ante el prefecto romano Quinto Junio Rústico. Interrogado sobre su fe, no dudó en proclamar a Cristo como Dios y Salvador. Se le ordenó que sacrificara a los dioses del Imperio, pero él respondió con firmeza que no podía negar a Aquel que le había dado la vida eterna.
Al ver su constancia, el juez lo condenó a muerte. Fue decapitado en Roma hacia el año 165, convirtiéndose así en mártir, es decir, testigo supremo de la fe que predicó con tanto ardor.
Lecciones
1. La búsqueda sincera de la verdad conduce a Dios:
Justino nos enseña que una búsqueda honesta y profunda de la verdad, incluso a través de caminos filosóficos, puede llevar al encuentro con Dios. Su vida es un testimonio de cómo la razón y la fe no son opuestas, sino complementarias en la búsqueda del sentido último de la existencia.
2. La importancia de la formación intelectual en la fe:
Como filósofo y maestro, Justino destaca la necesidad de una formación sólida para comprender y defender la fe cristiana. Su ejemplo invita a sacerdotes y laicos a profundizar en el conocimiento de la doctrina para vivirla y transmitirla con convicción.
3. El valor del testimonio en tiempos de adversidad:
La valentía de Justino al enfrentar el martirio sin renunciar a su fe es un poderoso ejemplo de fidelidad. Nos recuerda que, como cristianos, estamos llamados a ser testigos de Cristo, incluso en medio de la persecución o la incomprensión.
4. La centralidad de la Eucaristía en la vida cristiana:
Sus descripciones de la liturgia eucarística primitiva subrayan la importancia de la Eucaristía como fuente y culmen de la vida cristiana. Justino nos anima a vivir la Misa con profunda reverencia y a reconocer en ella la presencia real de Cristo.
“San Justino, filósofo de la verdad, encontró en Cristo la sabiduría plena y, con su sangre, selló el testimonio de una fe que no teme a la muerte.”