Beato Valentín de Berriochoa: Obispo que ofreció su vida por Cristo en tierras lejanas

Historia

En un pequeño valle del País Vasco, rodeado de montañas y fe viva, nació en 1827 Valentín de Berriochoa, hijo de un humilde carpintero y una madre profundamente piadosa. Desde niño mostró un alma diferente: oraba en secreto, amaba la Iglesia y anhelaba ser santo. Su madre lo sorprendía de rodillas en su habitación, rezando por horas. Aquella semilla de fe pronto creció hasta convertirse en una vocación ardiente al sacerdocio y a la vida religiosa.

Mientras trabajaba en el taller de su padre, Valentín sentía que su corazón no pertenecía al mundo, sino a Dios. Frecuentaba el convento de dominicas de Santa Ana, donde quedó impresionado por la vida de oración y penitencia de las monjas. Allí nació en él el deseo de ser dominico: “¡Qué dicha pertenecer a esta orden!”, repetía con entusiasmo. Su fervor se fortaleció con los ejercicios espirituales de una misión popular, en los cuales comprendió que Dios lo llamaba a consagrarse totalmente a Él.

Con la bendición de sus padres, partió al seminario de Logroño en 1845. Allí fue modelo de seminarista, semejante a San Luis Gonzaga en pureza y humildad. Dormía en la celda más oscura, comía poco, ayudaba a los pobres y se disciplinaba en secreto. Nadie lo oía quejarse; todo lo ofrecía a Jesús. Su humildad era tan grande que caminaba con la cabeza baja, como un publicano arrepentido.

Ordenado sacerdote en 1851, fue director espiritual del seminario, donde enseñaba con ternura y corrección paterna. Sus penitencias favoritas eran visitas al Santísimo Sacramento. Decía a los jóvenes: “Id a embriagaros a la bodega del Amor Divino”. Su palabra, sencilla y ardiente, movía a muchos a la conversión. Pero su alma ansiaba algo más: quería ser misionero y dar su vida por Cristo.

En 1853 ingresó al noviciado dominico de Ocaña, donde brilló por su humildad y obediencia. Allí, escribió a sus padres: “Estoy muy contento de haber abrazado esta vida. Si Dios me quiere aquí, ¿para qué buscar los peligros del mundo?”. En 1854 profesó sus votos solemnes, y poco después fue destinado a las misiones del Tonquín (Vietnam), donde la persecución contra los cristianos era feroz. “¿Qué le daré yo a mi amado Jesús? —escribió antes de partir—. Mi vida y cuanto soy, a Él pertenecen.”

Llegado al Tonquín, fue consagrado obispo en secreto, en una choza, para servir como vicario apostólico entre los fieles perseguidos. Vivía escondido, comiendo raíces, celebrando Misa en las noches y sosteniendo con esperanza a sus fieles. Decía con serenidad: “Soy más feliz que la reina en su palacio”. Su vida fue un continuo testimonio de fe, humildad y valentía.

Finalmente, en 1861, fue capturado junto a otros misioneros. Intentaron obligarlo a pisotear una cruz, pero él se arrodilló y la besó. Fue condenado a muerte y, el 1 de noviembre de 1861, su cabeza cayó junto a la de sus compañeros mártires. Sus últimas palabras fueron una oración por sus verdugos. Su sangre selló el amor que profesó a Cristo desde niño. En 1906, el Papa San Pío X lo beatificó junto a otros mártires dominicos del Tonquín.

Lecciones

1. La santidad florece en lo pequeño. Desde un taller de carpintero, Dios formó a un obispo mártir. Cada acto ofrecido con amor tiene valor eterno.

2. El alma que ora transforma el mundo. Su oración silenciosa fue el fuego que encendió su vocación y sostuvo su martirio.

3. El amor a Cristo vale más que la vida. Valentín no temió perderlo todo porque sabía que sólo Cristo es el verdadero Tesoro.

4. La fe humilde vence al mundo. Sin armas ni poder, venció con la cruz en las manos y el perdón en los labios.

“Beato Valentín de Berriochoa construyó el Reino de Dios con la Cruz, la Oración y su Sangre derramada por Amor a Cristo.”

Fuentes: FSSPX, VidasSantas, Wikipedia

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