
Historia
En los silenciosos claustros de la abadía de Suiflda, en Württemberg, hacia el año 1124, tres hermanos de noble linaje —Otón, Adalberto y Ernesto— abrazaron la vida benedictina movidos por un profundo deseo de servir a Dios. Desde su juventud, Ernesto se destacó por su docilidad, amor al estudio y profunda devoción a las Sagradas Escrituras. Su alma ardía en celo por Cristo, y su conducta ejemplar lo llevó a ser elegido abad del monasterio en 1141, donde gobernó con sabiduría, mansedumbre y firmeza.
Su comunidad era numerosa, con más de doscientos religiosos bajo su cuidado, pero Ernesto no buscaba honores sino la salvación de las almas, cumpliendo su oficio con celo paternal. A los seis años de su elección, el Señor lo llamó a una misión mayor: participar en la Segunda Cruzada. Movido por el espíritu de San Bernardo, deseaba no solo liberar Tierra Santa, sino conquistar almas para Cristo, y se ofreció con ardor como “cruzado pacífico”.
Dejó su abadía, renunció a su cargo y partió junto al obispo Otón de Freisingen. Su anhelo era claro: morir mártir por la fe. Pero el camino de los cruzados fue arduo. La traición de los griegos, las tormentas y los ataques de los turcos diezmaron al ejército cristiano. Entre las privaciones y el dolor, Ernesto mantuvo encendida la llama de la esperanza, animando a los suyos con palabras del Evangelio: “El que persevere hasta el fin, ése se salvará” (Mt 24,13).
Finalmente, fue hecho prisionero junto con miles de cruzados. El rey musulmán Ambronio trató de persuadirlos para que renegaran de su fe a cambio de honores y riquezas. Pero Ernesto, revestido del carácter sacerdotal, exhortó a todos a permanecer fieles a Cristo hasta la muerte. Su firmeza provocó la ira de los enemigos, y fue sometido a horribles tormentos. Su martirio fue tan cruel como glorioso: fue desollado vivo, mutilado y finalmente asesinado mientras invocaba el nombre de Jesús.
El sacerdote Marsilio, testigo de estos hechos, rescató su cuerpo por treinta monedas de oro y lo llevó a lugar seguro. Sus reliquias fueron veneradas en Antioquía y, siglos después, trasladadas solemnemente a Salzburgo, donde aún se conserva su sagrado cuerpo, milagrosamente incorrupto, como testimonio de su fidelidad hasta el fin.
Así murió San Ernesto, abad benedictino, doctor de las almas y mártir de Cristo. Su vida fue un ejemplo de entrega total: del claustro al campo de batalla, del estudio de la Palabra a la confesión de la fe con sangre. Fue coronado en el Cielo con la triple corona de virgen, doctor y mártir.
Lecciones
1. La fidelidad a Cristo exige renuncia.
San Ernesto dejó todo: su título, su abadía y su comodidad para seguir el llamado de Dios. Solo quien renuncia al mundo puede servir plenamente al Reino.
2. El estudio y la oración preparan para el sacrificio.
Su amor por las Sagradas Escrituras lo hizo fuerte ante la prueba. La verdadera sabiduría no está en saber mucho, sino en amar a Cristo más que a la vida.
3. El martirio no es derrota, sino victoria.
Ernesto no fue vencido por el dolor, sino transformado en testigo glorioso de la fe. Cada sufrimiento aceptado por amor a Dios tiene valor redentor.
4. Las reliquias y los santos nos recuerdan que la fe vence al tiempo.
Su cuerpo incorrupto sigue hablando hoy: “Cristo vive en los que mueren por Él”. No hay cadena que ate a quien se entrega totalmente al Amor divino.
“San Ernesto enséñanos a morir al mundo para vivir solo para Cristo.”
