San Josafat: Arzobispo y Mártir que ofreció su vida por la unidad de la Iglesia

Historia

San Josafat, arzobispo y mártir, nació en 1580 en la ciudad de Vladimir, dentro del antiguo reino de Polonia, en una comunidad rutena entonces separada de Roma. Fue bautizado con el nombre de Juan según el rito griego-eslavo, pero desde su infancia recibió una profunda educación cristiana gracias a su madre, una verdadera “mujer fuerte” que sembró en su corazón los principios de la virtud. Aún joven, vio cómo en 1596 su Iglesia volvía finalmente a la unidad con Roma, hecho que marcó profundamente su alma.

En plena juventud, Juan fue atraído por la vida de los monjes basilios del monasterio de la Santísima Trinidad, que se encontraba casi abandonado. Allí, en medio de la decadencia, descubrió una luz de santidad que encendió en él un deseo radical de entrega a Dios. Rechazando riquezas, honores y la oferta de ser adoptado por un hombre rico que quería hacerlo heredero, eligió “lo mejor”: consagrarse enteramente a Cristo. Tomó el hábito y el nombre de Josafat, y con ello inició un camino de austeridad, estudio, oración y penitencia.

Desde el inicio, su vida religiosa se caracterizó por una profunda unión con Dios. Su oración constante incluía la jaculatoria: “Señor Jesús, tened piedad de mí, que soy un gran pecador”, junto con el ardiente clamor: “Dios mío, destruid el cisma y acelerad la unión”. Su amor por la unidad de la Iglesia se convirtió en el centro de su misión espiritual. Su austeridad recordaba a los antiguos padres del desierto: ayunaba rigurosamente, se abstenía de carne, pescado, vino y vivía en penitencia continua. Sabía que la penitencia es la llave del éxito apostólico.

Poco a poco su santidad atrajo a muchos jóvenes que buscaban un camino de perfección. De un monasterio casi vacío pasó a tener decenas de vocaciones, convirtiéndose en un verdadero centro de renovación espiritual. Pero su celo despertó también la envidia y el odio de los sismáticos, quienes empezaron a perseguirlo, tentarlo y amenazarlo para que abandonara la fidelidad al Papa. Más de una vez intentaron seducirlo con halagos o intimidarlo con amenazas, pero él siempre respondió con firmeza: “Mañana os daré la respuesta…”, y su respuesta siempre era Cristo y su Iglesia.

Ordenado sacerdote, su predicación convirtió innumerables almas, hasta el punto de ganarse el sobrenombre —dado tanto por amigos como enemigos— de “raptor de almas”. Su celo lo llevó a continuar estudios, atender conversiones, guiar comunidades enteras y combatir doctrinalmente a los enemigos de la unidad. Era un pastor valiente, humilde, firme y lleno de caridad.

Su fama de santidad y su fidelidad absoluta a Roma lo llevaron a ser nombrado arzobispo de Polock, una vasta diócesis donde la unión con la Iglesia era, en muchos lugares, solo nominal. Allí trabajó incansablemente por la verdadera unión de corazones y doctrinas. Visitó monasterios hostiles, sostuvo controversias con sismáticos, defendió el derecho de los católicos orientales a conservar su rito, y se enfrentó a violencia y calumnias. Nada lo detenía. Quería ganar almas para Cristo, incluso a costa de su vida.

Finalmente, su martirio se acercaba. San Josafat sabía que iban a matarlo. Antes de salir un día de la catedral, se postró ante el Sagrario y rezó: “Señor, sé que los enemigos de la Unión intentan contra mi vida. Os la ofrezco voluntariamente; ojalá que mi sangre apague las devastadoras llamas del cisma”. Era ya un sacrificio aceptado en su corazón. Poco después, una turba enfurecida asaltó el palacio episcopal. Él salió a defender a sus servidores y gritó con voz paternal: “¡Hijos míos! ¿Por qué maltratáis a mis servidores? Si queréis mi vida, ¡tomadla!”.

Inmediatamente dos hombres lo atacaron gritándole: “¡Muera el papista!”. Uno lo golpeó en la frente, otro le partió la cabeza con una alabarda. Cayó al suelo solo con fuerza para hacer la señal de la cruz y exclamar: “¡Oh Dios mío!”. Murió el 12 de noviembre de 1623, con apenas 44 años. Su cuerpo fue profanado, arrastrado y arrojado al río, pero luego fue recuperado milagrosamente y venerado por multitudes, incluido uno de sus propios asesinos, quien se convirtió al ver el poder de Dios en el mártir. Desde entonces, su sangre fecundó una renovación inmensa en la Iglesia rutena. Su muerte fue semilla de unidad y conversión.

Lecciones

1. La unidad de la Iglesia vale la vida

San Josafat comprendió que estar con Roma no es una opción secundaria, sino un acto de fidelidad absoluta a Cristo. Amó y defendió la unidad hasta derramar su sangre.

2. La penitencia es el motor del apostolado

Su vida austera, sus ayunos y su oración constante revelan que la conversión de almas nace primero del sacrificio del pastor.

3. La caridad pastoral supera el miedo

Aun ante la muerte, gritó: “Hijos míos”, mostrando que un pastor verdadero ama incluso a quienes lo persiguen.

4. La fidelidad a la Iglesia produce frutos que perduran siglos

Tras su martirio, la Iglesia rutena floreció y miles regresaron a la unidad. La sangre del mártir siempre triunfa..

“San Josafat nos enseña que solo quien ama de verdad a Cristo está dispuesto a darlo todo por la unidad de Su Iglesia, incluso la propia vida.”

Fuentes: FSSPX, VidasSantas, Wikipedia

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