Cristo: Se ofrece en el Altar

Un misterio que excede la razón

El Padre Martín de Cochem en su Libro Explicación del Santo Sacrificio de la Misa inicia una de las enseñanzas más impresionantes con una afirmación que lo cambia todo: en cada Misa, Cristo mismo es el oferente y la víctima del sacrificio.

El sacerdote que celebra es un ministro, un instrumento visible, pero el verdadero protagonista es Jesucristo. Esta verdad, que puede parecer sencilla, encierra un abismo de misterio. Porque significa que cada vez que se celebra la Misa, el mismo Hijo de Dios toma la ofrenda en sus manos y se entrega al Padre por la salvación del mundo.

En este artículo meditaremos, siguiendo al Padre de Cochem, tres puntos esenciales:

  1. El sacerdote como instrumento, pero Cristo como oferente.
  2. La unión de sacerdote y fieles en la oblación.
  3. La presencia real de Cristo en el sacrificio.

El sacerdote como instrumento

El Padre de Cochem insiste en que el sacerdote visible, aunque reciba una dignidad incomparable por el sacramento del orden, no es el oferente principal de la Misa.

Escribe con precisión: “El sacerdote no ofrece en su propio nombre, sino en el de Cristo; no con su propia fuerza, sino con la de Cristo”.

De esta manera, aunque el celebrante diga: “Esto es mi Cuerpo, esta es mi Sangre”, en realidad es Cristo quien habla a través de él. El sacerdote presta su voz, sus manos y su persona, pero la acción es del Señor.

Por eso afirma con fuerza: “El verdadero sacrificador en cada Misa es Cristo mismo, que se ofrece de nuevo al Padre con las mismas palabras de la Última Cena”.

Este misterio da a la Misa una dignidad infinita: no depende de la santidad personal del sacerdote, ni de su fervor, ni de su estado de ánimo. La eficacia del sacrificio proviene de Cristo que actúa en él.

Cristo, sacerdote eterno

El libro explica que Cristo es sacerdote eterno según el orden de Melquisedec, y que ese sacerdocio se actualiza en cada celebración.

“En la cruz ofreció su sacrificio sangriento; en el altar lo ofrece de manera incruenta, pero siempre es Él el que inmola y el que se inmola”.

Esto significa que la misión sacerdotal de Cristo no terminó con su muerte, sino que se prolonga sacramentalmente hasta el fin de los tiempos en cada Misa. Allí Él sigue presentando su sacrificio al Padre por la salvación del mundo.

Así, cada vez que se enciende un altar, se abre una puerta al cielo: Cristo sacerdote entra en acción, y con Él se renueva la obra de la redención.

El sacerdote y su grandeza

El Padre de Cochem subraya también la dignidad incomparable del sacerdote ministerial.

“Dios otorga al sacerdote una dignidad tan grande, que al pronunciar las palabras de la consagración hace presente al mismo Cristo en la tierra”.

Esto debe llevar al celebrante a una inmensa humildad: sabe que es instrumento, pero un instrumento privilegiado, escogido para ser la voz y las manos de Cristo.

Y debe llevar también al pueblo fiel a un profundo respeto hacia el sacerdocio: no se trata de un oficio humano, sino de una participación real en el sacerdocio de Cristo.

La unión de sacerdote y fieles en la oblación

Otro aspecto que el Padre de Cochem destaca es que, aunque Cristo es el oferente principal, todos los fieles participan en la oblación.

Escribe: “Cuando el sacerdote ofrece el sacrificio, lo hace en nombre de toda la Iglesia; los fieles deben unirse a esa ofrenda y presentarse a sí mismos junto con la Hostia divina”.

Esto significa que la Misa no es un acto del sacerdote en solitario, ni un espectáculo para que los fieles miren desde lejos. Es la acción de toda la Iglesia.

El sacerdote pronuncia las palabras, pero el pueblo ofrece con él. Cada fiel puede decir interiormente: “Yo también me ofrezco, Señor, contigo y por ti, al Padre”.

Así, la oblación de Cristo se convierte también en la oblación de la Iglesia entera.

La víctima del sacrificio: Cristo mismo

El Padre de Cochem no deja duda: en la Misa, Cristo es al mismo tiempo sacerdote y víctima.

“El mismo que ofrece es el mismo que se ofrece. Cristo, sacerdote eterno, se presenta al Padre en el altar como víctima inmaculada”.

Esto es lo que distingue la Misa de cualquier otro acto de culto. No es solo oración, no es solo alabanza, no es solo recuerdo: es sacrificio real, porque allí se inmola sacramentalmente la misma víctima que en el Calvario.

Por eso dice: “Una sola Misa glorifica más a Dios que todos los sacrificios del Antiguo Testamento, porque allí no se ofrecía sino animales; aquí se ofrece el mismo Hijo de Dios”.

La presencia real en el sacrificio

El libro dedica un espacio particular a explicar que la Misa es inseparable de la presencia real de Cristo en la Eucaristía.

“El sacrificio de la Misa exige que Cristo esté presente de manera real y sustancial bajo las especies de pan y vino. Sin esa presencia, no habría sacrificio verdadero”.

Esto significa que, al pronunciar el sacerdote las palabras de la consagración, Cristo se hace realmente presente en el altar, con su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad.

No es un símbolo, no es un recuerdo, no es una representación: es Cristo mismo, realmente presente, que se ofrece como víctima.

La importancia de la fe en la presencia real

El Padre de Cochem advierte: “Muchos asisten a la Misa sin recordar que Cristo mismo está allí presente; por eso no recogen fruto”.

El fiel debe renovar constantemente su fe: cuando el sacerdote eleva la Hostia, es Jesús vivo quien se muestra; cuando levanta el cáliz, es la Sangre del Redentor la que se ofrece por nosotros.

El santo sacerdote anima a repetir en silencio: “Señor mío y Dios mío”, como Tomás, o “Jesús, Hijo de Dios vivo, ten piedad de mí”.

Unir las intenciones personales al sacrificio

El Padre de Cochem explica que la eficacia de la Misa es infinita, pero los frutos dependen de la disposición de los fieles.

“Quien asiste con devoción y une sus intenciones al sacrificio obtiene gracias abundantes; quien asiste distraído, apenas recibe”.

Por eso aconseja ofrecer cada Misa por una intención concreta: por los difuntos, por la conversión de un pecador, por la propia santificación. Así el alma se une de manera activa a la oblación de Cristo.

Ángeles y santos alrededor del altar

El libro recuerda que en cada Misa los ángeles y los santos del cielo están presentes, adorando al Cordero inmolado.

“Cuando se celebra la Misa, el cielo entero se abre y los ángeles se postran ante el altar”, escribe el Padre de Cochem.

Esto eleva aún más la solemnidad del sacrificio: no estamos solos en el templo, aunque parezca pequeño y pobre. El altar es un punto de unión entre el cielo y la tierra.

La diferencia con cualquier otra devoción

El Padre de Cochem no niega el valor de otras oraciones y prácticas piadosas, pero deja claro que nada se compara con la Misa.

“Rezar el rosario, visitar a los pobres, hacer penitencia: todo es bueno, pero no se acerca al valor de una sola Misa, porque allí se ofrece el mismo Cristo”.

Esto no desanima a practicar otras devociones, sino que las ordena: todas deben llevar a la Eucaristía, todas deben nacer del altar y volver a él.

Ver a Cristo en el altar

El mensaje del Padre de Cochem es luminoso y exigente: en cada Misa, Cristo mismo se ofrece en el altar.

El sacerdote visible es instrumento, pero el oferente principal es el Hijo de Dios. Los fieles no son espectadores, sino participantes de la oblación. Y la presencia real garantiza que lo que se ofrece no es un símbolo, sino el sacrificio mismo de Cristo.

Por eso concluye:

“Cristiano, mira al altar y reconoce en él al Gólgota. Allí está Cristo, sacerdote y víctima, que se ofrece por ti. Únete a Él y no perderás jamás el camino de la salvación”.

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