
El altar como misterio
En la liturgia católica, el altar ocupa un lugar central. No es un simple mueble, ni una mesa de reunión para compartir pan y vino, sino el lugar sagrado donde se actualiza el sacrificio de Cristo. El Libro El Drama Litúrgico del Licenciado Pablo Marini lo expresa con solemnidad: “El altar es el Calvario hecho presente; sobre él se inmola sacramentalmente el Cordero de Dios”.
Esto significa que cada vez que el sacerdote sube al altar, no se acerca a una mesa ordinaria, sino al monte santo del Gólgota. Allí se renueva, de manera incruenta, el mismo sacrificio que Cristo ofreció por nuestra salvación.
El altar y el Sacrificio de Cristo
El Libro insiste: “El altar no es lugar de banquete, sino altar del sacrificio”. Esta distinción es crucial, porque muestra la diferencia entre la concepción católica y la visión puramente humana de la liturgia.
El altar es el lugar donde Cristo, sacerdote y víctima, se ofrece al Padre. La misa no es una comida fraterna que recuerda al Señor, sino el sacrificio redentor que salva al mundo. Por eso el altar es santo, por eso se besa, se inciensa, se reviste con manteles blancos.
Cada signo manifiesta la verdad profunda: “En el altar, el sacrificio del Calvario se hace presente de manera sacramental”.
El crucifijo: signo visible del sacrificio
El Libro recuerda: “El crucifijo preside siempre el altar, porque la Misa no puede comprenderse sin la Cruz”.
Esto tiene un sentido profundo: el altar es inseparable del Crucificado. El sacerdote mira al crucifijo, los fieles lo contemplan, todos dirigen la mirada hacia Aquel que se inmoló por amor.
El crucifijo sobre el altar no es un adorno, sino un signo necesario. Recuerda a todos que lo que se celebra no es una asamblea humana, sino el sacrificio del Hijo de Dios.
El sacerdote y la orientación hacia Dios
Uno de los puntos más bellos que resalta el Libro es la orientación del sacerdote: “El sacerdote celebra mirando hacia el altar, ad orientem, porque toda la Iglesia mira en la misma dirección: hacia Dios”.
Este gesto litúrgico expresa de manera visible que el centro de la Misa no es la comunidad, sino Cristo. Sacerdote y fieles están orientados hacia el Señor, como peregrinos que esperan su venida.
El Libro insiste: “Todos oran en la misma dirección, hacia Cristo, Sol que nace de lo alto”. Esa orientación da unidad, recoge las miradas y los corazones, y recuerda que la liturgia es ante todo adoración a Dios, no diálogo entre los hombres.
El altar como altar del sacrificio
El Libro subraya la dimensión sacrificial: “El altar es ara (en latín Altar), no mesa; allí se inmola sacramentalmente la víctima divina”.
La palabra “ara” evoca los altares de la antigüedad, donde se ofrecían sacrificios. En la liturgia católica, el altar es precisamente eso: el lugar donde Cristo se ofrece al Padre.
Por eso, desde los primeros siglos, los altares contenían reliquias de mártires, como signo de comunión con aquellos que derramaron su sangre. El altar es lugar de sacrificio, no de convivencia.
El altar y la unidad de la Iglesia
El Libro señala: “El altar es signo de unidad, porque en él todos los fieles se congregan alrededor del único sacrificio”.
No hay muchos sacrificios, sino uno solo: el de Cristo. Y el altar lo hace presente en cada lugar y tiempo. Por eso, aunque las misas se celebren en miles de altares en todo el mundo, todas son el mismo sacrificio de Cristo.
El altar, entonces, es signo visible de la unidad de la Iglesia.
El altar y la Virgen María
El Libro hace también una referencia hermosa: “Al pie del altar, como al pie de la Cruz, está siempre la Virgen María”.
Esto significa que, así como María estuvo en silencio y adoración junto a su Hijo en el Calvario, también acompaña a la Iglesia en cada Misa.
El altar es el Calvario, y la Virgen es nuestra Madre Dolorosa que nos enseña a unirnos al sacrificio de Cristo.
El silencio que rodea al altar
El Libro insiste en que el altar no es lugar de discursos ni de agitación, sino de silencio sagrado: “El altar está rodeado de silencio, porque el misterio que allí acontece es demasiado grande para la palabra humana”.
Ese silencio no es vacío, sino reverencia. Es el mismo silencio del Calvario, donde los que amaban a Jesús lo contemplaban con lágrimas, sin necesidad de palabras.
En torno al altar, el silencio es adoración, es reconocimiento de la presencia divina.
El altar y la eternidad
El Libro llega a decir: “El altar es anticipo de la eternidad, porque en él Cristo une el cielo y la tierra”.
En la Misa, el altar se convierte en lugar de encuentro entre Dios y los hombres. Allí baja Cristo, allí el cielo toca la tierra. Por eso el altar es imagen de la Jerusalén celestial, donde los santos y los ángeles alaban eternamente al Cordero.
El fiel ante el altar
El Libro no olvida al laico: “El fiel no es espectador pasivo; al pie del altar se ofrece con Cristo al Padre”.
Esto significa que cada fiel debe acercarse al altar con reverencia y amor, consciente de que allí se renueva su salvación. No basta con mirar y estar en silencio, hay que unirse, hay que ofrecerse.
El altar es también el lugar donde el fiel deposita su vida, sus penas y sus alegrías, para que Cristo las una a su sacrificio.
Vivir desde el altar
El Libro lo resume de forma impactante: “El altar es el corazón del drama litúrgico; sin él no hay Misa, porque sin sacrificio no hay redención”.
Por eso, comprender el altar es comprender la fe católica. No es un mueble, no es un símbolo vacío, sino el Calvario presente en medio de nosotros.
Allí Cristo se ofrece, allí la Iglesia se une a su Señor, allí el cielo y la tierra se encuentran.
El altar es Gólgota. Y cada vez que asistimos a la Misa, estamos de nuevo al pie de la Cruz.