
Historia
San Félix de Gerona murió el 1 de agosto del año 304, en plena persecución de Diocleciano, la última gran persecución del Imperio Romano. Aquel tiempo fue conocido en España como la Era de los Mártires, pues innumerables cristianos derramaron su sangre por confesar la fe. El delegado imperial Daciano sembró el terror en toda la península, pero sin lograr apagar la fe, que crecía con más fuerza gracias al testimonio de mártires como Félix.
Félix nació en Sicilium, en el África proconsular, en el seno de una familia noble y cristiana. Aunque nunca recibió órdenes sagradas, desde joven sintió un ardiente deseo de consagrar su vida a Cristo. Acompañado por su amigo San Cucufato, dejó los estudios humanos para dedicarse a la “ciencia del Autor de la vida”. Disfrazados de mercaderes, viajaron a la Tarraconense, movidos por el celo de alentar a los hermanos perseguidos.
En Barcelona, Félix compartió la fe y el testimonio con la joven virgen Santa Eulalia, martirizada a la misma época. Según la tradición, al felicitarla por la palma del martirio, la santa sonrió milagrosamente, mostrando la comunión de los santos en medio del sufrimiento.
Después, Félix marchó a Ampurias, donde se entregó con ardor a la oración, la predicación y la caridad. Era descrito como “casto, sobrio, manso, pacífico y sincero, amado del pueblo por sus limosnas e incansable hospitalidad”. Aunque laico, vivió con tal santidad que fue llamado apóstol, profeta y doctor. Su misión era clara: sembrar en cada corazón el amor a Cristo.
En Gerona reunió a numerosos cristianos, fortaleciendo su fe en medio del peligro. Pronto fue denunciado por Rufino, oficial de Daciano, que intentó persuadirlo con riquezas y honores a cambio de sacrificar a los dioses paganos. Félix respondió con firmeza: “Nadie me apartará de la caridad de Cristo”. Ante su rechazo, fue brutalmente torturado: arrastrado por mulos, colgado de los pies, desgarrado con garfios y finalmente encarcelado.
En prisión, un joven resplandeciente —interpretado como Cristo mismo o su ángel— lo sanó milagrosamente. Varios prodigios se repitieron, lo que conmovió a los guardias, aunque no a Rufino. Incluso, cuando fue arrojado al mar encadenado, las ligaduras se rompieron y los ángeles lo ayudaron a caminar sobre las aguas hasta la orilla, signo de la victoria de la fe sobre la muerte.
Finalmente, tras nuevos tormentos, su cuerpo quedó destrozado y entregó su alma a Dios el 1 de agosto del año 304. Una piadosa cristiana recogió sus restos y los colocó en el sepulcro que él mismo había preparado. Desde entonces, su tumba en Gerona fue lugar de peregrinación y milagros, siendo venerado como patrón y protector de la diócesis.
El culto a San Félix se extendió rápidamente. Sus reliquias fueron objeto de gran devoción en Gerona y otras ciudades de Cataluña. El rey Recaredo, tras abrazar la fe católica, depositó su corona real sobre su sepulcro. La liturgia mozárabe lo honró con himnos y misas, y su intercesión fue reconocida por innumerables milagros. Hasta hoy, su figura recuerda que la santidad no depende de tener órdenes sagradas, sino de vivir con fidelidad heroica la caridad y la fe.
Lecciones
1. Fidelidad hasta la sangre:
San Félix nos enseña que la fe auténtica se prueba en la adversidad, y que vale más perderlo todo antes que renunciar a Cristo.
2. Laico y Apóstol:
Aunque no fue sacerdote, fue llamado apóstol, profeta y doctor. Su ejemplo muestra que todo bautizado puede y debe ser testigo y evangelizador.
3. Caridad que atrae almas:
Su vida de hospitalidad, limosnas y bondad con todos nos recuerda que la santidad se mide en el amor concreto al prójimo.
4. El poder de la gracia en la debilidad:
Los milagros en sus tormentos muestran que la gracia de Dios fortalece al que confía en Él, aun en la mayor debilidad.
“San Félix de Gerona, mártir intrépido y apóstol de la caridad, enséñanos a vivir con el ardor de la fe, la valentía de tu testimonio y la ternura de tu amor, para que nada nos aparte de Cristo.”