
Historia
Domingo de Guzmán nació en Caleruega, Castilla la Vieja, en 1170, de una familia noble y profundamente cristiana. Su padre fue Don Félix de Guzmán y su madre, Doña Juana de Aza, fue tan virtuosa que el Papa León XII aprobó su culto en 1828. Desde el vientre materno, Dios dejó claro que aquel niño tenía una misión gloriosa. Su madre tuvo un sueño profético: vio a su hijo como un perro con una antorcha en la boca, incendiando el mundo entero —símbolo de su futura predicación.
Apenas nacido, otra señal: una estrella resplandecía en su frente, y más tarde, un enjambre de abejas sobre su boca presagiaba la dulzura de su palabra. Desde niño se distinguió por su penitencia, su vida austera y su inclinación natural a la oración y al altar. A los 14 años, ya brillaba en los estudios en Palencia, ciudad de altos saberes.
Durante una gran hambruna, vendió todos sus libros y posesiones para socorrer a los pobres. Exclamaba: “¿Cómo puedo estudiar sobre pieles muertas mientras hay hombres vivos muriendo de hambre?” Su generosidad inspiró a otros a hacer lo mismo. Incluso llegó a ofrecerse como esclavo para rescatar a un cautivo.
En 1194 fue llamado por el Obispo de Osma y se convirtió en canónigo regular bajo la regla de San Agustín. Su humildad, pureza y celo pronto lo distinguieron, y fue nombrado superior del cabildo. En 1203, acompañó al obispo Diego de Acevedo a una embajada en Dinamarca, y en su paso por el sur de Francia, se enfrentó al dolor de una Iglesia desgarrada por la herejía albigense.
Los albigenses predicaban una fe dualista, sin sacramentos ni moral cristiana, apoyados incluso por nobles. Era un enemigo peligroso y real. Pero Domingo no eligió la violencia como la cruzada: eligió el camino más alto, el de la predicación y el testimonio.
En una famosa disputa con herejes en Fanjeaux, se lanzó su escrito doctrinal junto al de los albigenses a una hoguera: el suyo no solo no se quemó, ¡sino que voló por el aire y cayó intacto sobre una viga! Tres veces ocurrió el milagro.
El 22 de noviembre de 1206 fundó el primer convento de monjas dominicas en Prulla, dedicado a la penitencia, el silencio y la oración.
Santo Domingo propagaba con ardor el rezo del Santo Rosario, que le fue inspirado —según la piadosa tradición transmitida por el Beato Alano de la Roche— por la misma Virgen María durante una intensa noche de oración, en medio del combate contra la herejía albigense.
Afligido por los pocos frutos de su predicación, se retiró a un bosque cercano a Toulouse para hacer penitencia y clamar al cielo durante tres días y tres noches. Sin comer ni dormir, se postró de cara al suelo, pidiendo a Dios luz y fuerza para la conversión de los herejes. Fue entonces cuando la Virgen María se le apareció rodeada de ángeles, y le dijo con ternura:
“Querido Domingo, ¿sabes qué arma quiere usar la Santísima Trinidad para reformar el mundo?”
Él respondió: “Señora, eres tú.”
Ella le dijo: “El arma principal ha sido siempre el Salterio Angélico, que es el fundamento del Nuevo Testamento. Por eso, si quieres ganar a estos corazones endurecidos, predica mi Rosario.”
Desde ese momento, Santo Domingo predicó el Rosario como un medio de conversión, meditación de la vida de Cristo y protección contra el demonio. Lo enseñaba con celo ardiente, adaptándolo a los sencillos y a los sabios, a los laicos y a los religiosos, como oración que une el corazón a Jesús por medio de María.
El Rosario se convirtió en su espada espiritual, su libro de teología popular y su escuela de santidad. A través de sus misterios, las almas eran formadas, iluminadas y fortalecidas. Gracias a esta devoción, innumerables herejes volvieron a la fe, familias se sanaron y regiones enteras fueron transformadas.
En 1215, tras una visión mística en Roma donde vio a Jesucristo dispuesto a castigar al mundo por sus pecados, la Virgen le mostró dos hombres que reformarían la Iglesia: uno era él, y el otro, San Francisco de Asís. Se conocieron y se abrazaron como hermanos en una amistad santa y eterna.
Ese mismo año, en el Concilio de Letrán, pidió la aprobación para su proyecto. Fue en 1216 cuando el Papa Honorio III aprobó oficialmente la Orden de los Hermanos Predicadores, que uniría la vida común, el estudio, la oración y la predicación para combatir la ignorancia y la mentira.
Desde entonces, la Orden se expandió rápidamente: Tolosa, París, Bolonia, Roma… incluso en España fundó conventos en Segovia, Burgos, Zamora, Valencia y más. Sus frailes eran hombres de estudio, misioneros, inquisidores prudentes y apóstoles de la verdad.
Cansado por tantas fatigas, murió en Bolonia el 6 de agosto de 1221, con solo 50 años. Aun moribundo, quiso seguir viviendo como fraile, sin privilegios. El papa Gregorio IX, testigo de sus milagros, lo canonizó con la frase: “No dudo más de la santidad de Domingo que de la de Pedro y Pablo.” Su tumba en la iglesia de Santo Domenico sigue siendo lugar de milagros.
Lecciones
1. La predicación nace de una vida de oración y penitencia:
Santo Domingo no hablaba de Dios sin haber hablado antes con Dios. Sus sermones tenían fuerza porque salían de rezar de rodillas. El alma que no ora, no puede predicar con autoridad.
2. La verdad se defiende con caridad, no con violencia:
Ante la herejía albigense, no tomó la espada, sino el Evangelio. Su combate fue intelectual, moral y espiritual, lleno de humildad y confianza en la gracia. Así venció con la fuerza de la verdad del Evangelio.
3. El Rosario es un arma poderosa para salvar almas:
Inspirado por la Virgen, Santo Domingo propagó el Rosario como instrumento de conversión masiva. No es solo una devoción, es un arma para combatir on el pecado y para alcanzar la salvación.
“Santo Domingo de Guzmán fue elegido por Dios para encender el mundo con el Evangelio. Vivió en oración, predicó con el corazón y usó el Rosario como arma contra el pecado. Su vida muestra que la santidad es entrega total por salvación de las almas.”