San Bernardo de Claraval: El joven que conquistó su alma y llevo a toda su familia al Cielo

Historia

Bernardo nació en 1091 en el castillo de Fontaines, cerca de Dijon (Borgoña). Hijo de Teselino, caballero poderoso, y de Alicia de Monbardo, mujer piadosa y servicial, creció en un ambiente de nobleza y fe viva. Desde niño mostró inteligencia viva, ojos azules penetrantes y una pureza custodiada a costa de duras batallas interiores.

A los nueve años estudió con los canónigos de Châtillon-sur-Seine, apasionándose por la literatura latina. Sin embargo, las tentaciones lo acosaron intensamente: llegó a arrojarse desnudo a un estanque helado para sofocar un impulso carnal. Su resolución fue radical: “Mi alma está enferma, necesita el remedio más eficaz: la austeridad total.”

Decidido a abrazar la vida monástica más exigente, escogió el Císter, fundado en 1098 para vivir con rigor la regla de San Benito. En 1113, con apenas 23 años, llegó al monasterio con treinta familiares y amigos dispuestos a seguirlo. Su entrada reavivó la comunidad, que temía por su supervivencia. “¿Qué buscáis?” —preguntó el abad Esteban Harding. “La misericordia de Dios y la vuestra”, respondió Bernardo.

Durante su noviciado, Bernardo mortificó los sentidos hasta parecer más muerto que vivo: tapaba sus oídos con estopa para evitar distracciones, apenas comía pan y legumbres, dormía vestido en un jergón, y dedicaba largas horas a la oración y al estudio bíblico. De esa disciplina brotó la sabiduría que le ganó el título de Doctor Mellifluo, “Doctor de la elocuencia dulce como la miel”.

En 1115 fue enviado a fundar la abadía de Claraval, en el agreste “Valle Claro”. Las condiciones eran durísimas: camas que parecían féretros, sopa hecha con hojas de haya, pan negro y amargo. Pero Bernardo atraía vocaciones como un imán. Austeridad y oración transformaron aquel rincón en un faro espiritual para toda Europa.

Uno a uno, sus hermanos, su padre Teselino y su hermana Umbelina ingresaron en la vida religiosa. Un sobrino, al ver que todos partían, exclamó: “¿Vosotros tomáis el cielo y a mí me dejáis la tierra? Mala partición es esa.” La gracia hizo de toda la familia un linaje consagrado. A Claraval acudían caballeros y jóvenes, primero por curiosidad, luego tocados por la gracia: “Brindo por la salud de vuestras almas”, decía Bernardo, y sus palabras penetraban más que una espada.

Aunque amaba el retiro, Dios lo llevó a influir en toda la cristiandad. Intervino en el cisma de Anacleto II defendiendo al Papa Inocencio II, convirtió a nobles rebeldes como Guillermo de Aquitania, predicó la Segunda Cruzada, fundó decenas de monasterios y escribió tratados luminosos como Sobre el amor de Dios y Sobre la humildad. Su devoción mariana hizo célebre esta enseñanza:

“Si la sigues, no te extravías; si la ruegas, no desesperas; si la piensas, no te pierdes.”

Agotado por el ayuno y el trabajo, fue apartado temporalmente de la dirección del monasterio para recuperar fuerzas. Sin embargo, regresó con más celo. Su vida fue un continuo buscar a Dios hasta el final: “¿A qué viniste, Bernardo?… a buscar a Dios.” Murió el 20 de agosto de 1153, rodeado de sus monjes. Fue canonizado en 1174 y declarado Doctor de la Iglesia en 1830. Su voz sigue resonando como oráculo de santidad para todos.

Lecciones

1. Buscar a Dios por encima de todo: La santidad comienza en el corazón que no negocia con el mundo.

2. La conversión atrae conversiones: Una vida coherente hace que otros deseen el Cielo.

3. María es el camino seguro: Con Ella no hay extravío ni desesperanza.

4. El celo apostólico nace de la oración: La verdadera predicación brota de la intimidad con Cristo.

“Siguiendo el ejemplo de San Bernardo, sé radical en tu amor a Dios: busca ser santo y llevarás a muchos al Cielo.”

Fuentes: FSSPX, VidasSantas, Wikipedia

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