
Historia
El Beato Vicente de Áquila nació hacia el año 1430 en la ciudad de Áquila, en el reino de Nápoles. Creció en un entorno profundamente cristiano, rodeado de naturaleza, manantiales y la cercanía del monasterio cisterciense de Nuestra Señora del Refugio. Desde niño, su alma mostró un amor sincero a Dios y una inclinación a la virtud, alimentada por la fe de sus padres y la religiosidad de su tierra.
Aunque estaba cerca de los monjes cistercienses, Vicente sintió la llamada a seguir a San Francisco de Asís, atraído por el ejemplo de los franciscanos y por la fama de santidad de San Bernardino de Siena, cuya muerte en Áquila en 1444 causó gran conmoción y fue acompañada de numerosos milagros. Este acontecimiento marcó profundamente al joven Vicente, entonces de 14 años, y lo orientó hacia la vida franciscana.
Ingresó en el convento de San Julián, fundado por el beato Juan de Stronconi. Allí vivió con sencillez y austeridad, prefiriendo quedarse como hermano lego, es decir, no ordenado sacerdote, para vivir oculto en la humildad. Un hermano lego en las órdenes religiosas es aquel que, sin recibir la ordenación sacerdotal, se dedica a la vida comunitaria aportando con trabajos manuales, servicios domésticos o misiones humildes. Vive la misma espiritualidad de la orden, con votos religiosos, pero su vocación no es el ministerio sacerdotal, sino la entrega sencilla y escondida a Dios.
Se distinguió por su espíritu de mortificación y penitencia, llevando siempre un hábito tosco y pesado, sin sandalias, usando silicio y entregándose a ayunos severos. Su alimento era casi siempre pan y agua, y cuando debía comer con la comunidad, buscaba mortificarse añadiendo polvo o sustancias amargas a su porción.
A pesar de su amor a la soledad, aceptaba obedientemente los trabajos humildes: aprendió a remendar sandalias, trabajaba en el campo y fue designado limosnero. Así, pasó gran parte de su vida pidiendo limosna de puerta en puerta para sus hermanos, soportando la humillación del mundo y convirtiéndola en ofrenda agradable a Dios.
Durante su vida, el Beato Vicente sufrió los tiempos convulsos de Italia, guerras, pestes y divisiones políticas. Con gran sensibilidad por el sufrimiento de su pueblo, pasaba noches enteras en oración y penitencia, ofreciendo su vida como víctima de reparación. Se le atribuyó el don profético: llegó a anunciar a príncipes y reyes acontecimientos futuros, como desastres militares y la invasión de Carlos VIII a Nápoles.
Dios confirmó su santidad con milagros extraordinarios: devolvió el habla a un mudo, curó enfermos y hasta se le atribuye la resurrección del obispo dominico Bartolomé de la Scala en Sulmona, quien volvió a la vida tras las oraciones de Vicente, para reconciliarse con Dios antes de morir definitivamente. Estos signos mostraban que su vida escondida en la humildad tenía un poder sobrenatural.
Ya anciano, Vicente pidió volver al convento de San Julián, buscando terminar sus días en retiro y oración. Allí acompañó espiritualmente a jóvenes almas, como Matías Sicarelli, a quien encaminó hacia la vida religiosa. Murió santamente el 7 de agosto de 1504, siendo visto por su discípula en una visión, subiendo al cielo acompañado por una corte celestial.
Su cuerpo fue hallado incorrupto catorce años después, exhalando un perfume celestial, y fue venerado como reliquia en Áquila. Su culto se extendió, y el pueblo lo reconoció como hombre de Dios, humilde, penitente y amigo de los pobres, un ejemplo vivo del espíritu de San Francisco
Lecciones
1. La santidad se alcanza en la humildad: no buscó ser sacerdote ni recibir honores, sino ser lego franciscano, pequeño ante Dios y ante el mundo.
2. La penitencia es fuerza espiritual: sus ayunos y mortificaciones fueron un medio para unirse más a Cristo y ganar gracias para otros.
3. Dios escucha la oración de los humildes: sus milagros y profecías mostraron que quien se humilla será ensalzado por el Señor.
4. El sufrimiento ofrecido transforma al mundo: en tiempos de guerras y pestes, Vicente intercedió con penitencias, recordándonos que también hoy nuestros sacrificios pueden salvar almas.
“Beato Vicente de Áquila: el humilde lego franciscano que, con pan, agua y oración, se convirtió en un gigante de la fe y esperanza para su pueblo.”