
Historia
San Ciríaco nació en Corinto en el año 448, en el seno de una familia cristiana profundamente vinculada a la Iglesia. Desde pequeño mostró una inclinación notable hacia las Sagradas Escrituras y la vida de piedad. Su tío, el arzobispo Pedro, lo formó en los caminos del Señor, y siendo aún niño recibió el ministerio de lector, lo que lo obligaba a estar familiarizado con la Palabra de Dios.
Un día, mientras asistía a la liturgia, escuchó las palabras del Evangelio: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame” (Mt 16,24). Aquella frase marcó su vida para siempre. Con apenas diecisiete años, abandonó en secreto su hogar y se embarcó hacia Palestina, donde florecían los grandes monasterios del desierto.
Allí buscó la guía de los santos padres, y pronto quedó bajo la dirección de San Eutimio y luego de San Gerásimo, dos gigantes de la vida monástica. Con ellos aprendió a vivir de pan y agua, a trabajar humildemente en las tareas más sencillas, y a encontrar en la oración continua su fuerza. Su obediencia y humildad fueron tan grandes que sus maestros lo ponían como ejemplo a los monjes más ancianos.
Durante más de noventa años de vida monástica, San Ciríaco se convirtió en un verdadero padre del desierto. Pasó temporadas en distintos monasterios y ermitas, enfrentó herejías como la de los origenistas, defendiendo con firmeza la fe de la Iglesia, y fue reconocido como dique inconmovible contra el error. Su sola presencia transmitía paz, fortaleza y ortodoxia.
El santo también fue un hombre de oración y de milagros. Se le atribuyen curaciones de enfermos y liberaciones de endemoniados, siempre hechas en el nombre de Jesús y con la señal de la cruz. Incluso se cuenta que vivió largos años alimentándose de hierbas y raíces, en soledad, entregado a la contemplación.
Su vida fue un canto continuo a la penitencia y a la comunión con Dios. La austeridad no lo endureció, sino que lo llenó de una profunda ternura hacia sus hermanos. Aun en su vejez, seguía sirviendo con sencillez y cuidando a quienes acudían a él en busca de consejo.
San Ciríaco murió el 29 de septiembre del año 556, a la edad de 109 años, tras haber pasado noventa en la vida religiosa. El martirologio romano y el calendario griego lo veneran como un gran monje, ejemplo vivo de la radicalidad evangélica.
Lecciones
1. Escuchar la Palabra de Dios transforma la vida. Una sola frase del Evangelio fue suficiente para que San Ciríaco dejara todo y siguiera a Cristo sin mirar atrás.
2. La humildad es el camino de la santidad. El santo no buscó cargos ni honores; prefirió servir en las tareas más sencillas, convencido de que allí estaba la verdadera grandeza.
3. La fidelidad a la fe protege a la Iglesia. Frente a las herejías, San Ciríaco no se calló ni se acomodó; fue firme en la defensa de la verdad, demostrando que el amor a Cristo implica fidelidad a su doctrina.
4. La vida de penitencia y oración abre el cielo. El desierto fue su escuela, donde comprendió que el hombre no está hecho para este mundo, sino que es peregrino en camino hacia la eternidad.
“San Ciríaco: peregrino del desierto, maestro de humildad y defensor de la fe, que nos enseña que sólo abrazando la cruz podemos heredar el cielo.”