
Historia
San Walfrido, también conocido como San Gualfrido, nació en el año 634 en Ripon, Inglaterra, en una familia noble del reino de Nortumbria. Desde su nacimiento, Dios manifestó su predilección por él: una misteriosa llama iluminó su casa sin consumirla, símbolo profético del fuego de fe que ardería en su alma. Desde joven, amó la verdad, la paz y la oración, rehusando los caminos de la vanidad y las armas para abrazar el camino de Cristo. A los trece años huyó de los malos tratos de su madrastra y encontró refugio en la corte del rey Oswee, pero muy pronto descubrió que su vocación no estaba en la política, sino en el servicio de Dios.
A los catorce años se retiró al monasterio de Lindisfarne, donde comenzó su formación espiritual. Sin embargo, pronto advirtió que las prácticas de los monjes celtas se apartaban de la liturgia romana, especialmente en la celebración de la Pascua. Movido por un amor profundo a la verdad y a la unidad de la Iglesia, decidió peregrinar a Roma para aprender directamente de la fuente apostólica. Tenía solo diecisiete años cuando emprendió el peligroso viaje y tuvo el privilegio de orar ante la tumba de San Pedro y recibir la bendición del Papa. Ese encuentro marcó su vida para siempre.
Al regresar a Inglaterra, fue ordenado sacerdote y se convirtió en uno de los mayores defensores de la obediencia al Papa y la pureza de la fe católica. En la famosa Conferencia de Whitby, Walfrido defendió con fuerza la autoridad del Papa contra los monjes irlandeses que seguían tradiciones distintas. Cuando el rey le preguntó: “¿No es Pedro a quien Cristo dio las llaves del Reino de los Cielos?”, Walfrido respondió afirmativamente, provocando la conversión de todo el reino a la obediencia romana. Por su celo, fue elegido Obispo de York.
Como obispo, fue ejemplo de santidad, sabiduría y celo pastoral. Fundó monasterios, reformó la liturgia y enseñó a los fieles la obediencia al Papa. Trajo artistas y maestros de Francia para construir hermosas iglesias de piedra, signo visible de una fe sólida. Pero su fidelidad al Romano Pontífice despertó la envidia de los poderosos: fue depuesto injustamente, encarcelado y desterrado. Sin embargo, como verdadero discípulo de Cristo, aceptó la cruz sin queja, perdonando y evangelizando incluso en el exilio.
Durante su destierro en Sussex, convirtió a una nación entera al cristianismo. Su misión floreció tanto, que incluso el rey se convirtió y le ofreció un obispado, que Walfrido rechazó humildemente por fidelidad a su diócesis de York. Tres veces viajó a Roma —la última, a los 70 años— para defender la unidad de la Iglesia. Tres veces fue vindicado por el Papa. Finalmente, tras años de persecución, regresó a su sede, donde vivió los últimos años en oración, penitencia y paz.
Murió santamente en el año 709, después de anunciar que San Miguel Arcángel le había revelado su pronta partida. Su cuerpo fue venerado por siglos, y su memoria permaneció viva en el corazón del pueblo inglés como la de un obispo fiel, un mártir del deber y un amante de la cruz.
Lecciones
1. La fidelidad al Papa es signo de amor a Cristo. Walfrido comprendió que quien se une al Sucesor de Pedro se une a la roca sobre la cual Cristo edificó su Iglesia.
2. El sufrimiento por la verdad es una cruz gloriosa. En cada destierro, el santo veía una oportunidad para conformarse más con Cristo crucificado.
3. La obediencia es el camino seguro a la santidad. Ni la injusticia ni la calumnia le apartaron de obedecer a la Iglesia con humildad.
4. La perseverancia transforma el dolor en fruto. A través de las pruebas, su fidelidad dio frutos de conversión y unidad en toda Inglaterra.
“San Walfrido enséñanos a sufrir con paciencia, amar la verdad sin miedo y permanecer fieles a la Iglesia hasta el último aliento.”