
Historia
San Alejandro fue oficial de la célebre Legión Tebea, una unidad compuesta por soldados cristianos reclutados en Egipto. Esta legión, comandada por San Mauricio, fue aniquilada bajo el mandato del emperador Maximiano por negarse a ofrecer sacrificios a los ídolos. Alejandro, que probablemente tenía el rango de primipilo (jefe de la primera centuria) o signífero (portador de la enseña), no murió con sus compañeros, sino que fue arrestado aparte y llevado a juicio.
Encadenado junto con Casio, Severino, Segundo y Licinio, fue visitado en prisión por San Fidel y San Materno, obispo de Milán. Su oración constante conmovió incluso a los guardias Carpóforo y Exsanto, que ayudaron a los cristianos a escapar. Sin embargo, Alejandro pronto fue recapturado y presentado ante el emperador. Maximiano le exigió sacrificar a los dioses de Roma; Alejandro respondió: “Respeto tu autoridad como príncipe, pero no puedo venerarte como a Dios”, declarando que la muerte sería para él entrada a la verdadera vida en el cielo.
Durante su huida hacia Bérgamo, resucitó milagrosamente a un difunto en un cortejo fúnebre, mostrando el poder de Cristo ante todos. Tras ser apresado de nuevo y llevado ante Maximiano, se intentó obligarlo a ofrecer incienso. Al negarse, derribó con un puntapié la mesa del sacrificio, provocando la ira del tirano. El verdugo encargado de matarlo quedó paralizado por temor, y la ejecución se suspendió. Aprovechando la confusión, Alejandro logró huir una vez más.
Alejandro se refugió en la zona de Bérgamo, donde predicó la fe con ardor y valentía, combatiendo la idolatría. Allí convirtió a muchos, testimoniando que el cristianismo no se impone por fuerza, sino por la luz de la verdad. Algunos historiadores dudan de un ministerio prolongado por la brevedad del tiempo, pero su martirio mismo fue la más elocuente predicación.
Descubierto por sus perseguidores, fue atado y llevado a un altar pagano. En lugar de ceder, levantó las manos al cielo y entonó un himno de alabanza a Dios, agradeciéndole por librarle de la idolatría, por darle la gracia del arrepentimiento y por coronarle como atleta de Cristo. Sus palabras resonaban como confesión perfecta: “Todo por Dios y sólo por Él”.
Los verdugos, enfurecidos por su firmeza, lo decapitaron en Bérgamo el 26 de agosto, rubricando con sangre su amor a Jesucristo. No opuso resistencia, sino que abrazó la muerte como victoria y entrada al cielo.
Su cuerpo fue recogido secretamente por Santa Grata, noble matrona cristiana, quien lo sepultó con honor y más tarde erigió un templo sobre su tumba. Desde entonces, innumerables milagros confirmaron la santidad del mártir y su intercesión poderosa.
San Alejandro fue proclamado patrono principal de Bérgamo. En el siglo IX, el emperador Carlos el Gordo, curado por su intercesión, levantó un templo en su honor. Durante el asedio de 1505 y la peste de 1576, la ciudad fue protegida milagrosamente gracias a su patrocinio. Sus reliquias, halladas y trasladadas solemnemente en diversas ocasiones, siguen siendo veneradas en la Catedral de Bérgamo dedicada a su nombre.
Lecciones
1. Confesar la fe con valentía: San Alejandro enseña que ninguna amenaza ni poder humano debe apartarnos de Cristo. Ser sacerdote o laico significa ser testigo constante, incluso si ello cuesta la vida.
2. Aprovechar la gracia para evangelizar: Sus fugas milagrosas no fueron para salvar su vida, sino para anunciar el Evangelio y convertir almas, recordándonos que Dios nos da tiempo para cumplir nuestra misión.
3. La confesión perfecta es entrega total: El cántico de Alejandro antes de morir es modelo de confesión sincera: adorar, agradecer y entregarse totalmente a Dios, incluso en la prueba suprema.
4. El martirio fecunda la Iglesia: Su sangre convirtió a Bérgamo en tierra de fe y milagros, mostrando que la fidelidad a Cristo siempre da fruto, aun cuando parezca un fracaso humano.
“San Alejandro no solo confesó a Cristo con sus labios, sino que selló su fe con su sangre: muere un soldado, nace un santo.”