
Historia
En una época de esplendor mundano y decadencia espiritual, Dios suscitó en España un alma grande y penitente: San Francisco de Borja, noble valenciano nacido en 1510, descendiente de reyes y papas, pero elegido para ser soldado de Cristo y siervo humilde de los hijos de San Ignacio. Desde su niñez, mostró inclinación por la oración y el bien; sin embargo, su camino pasaría primero por los palacios antes de llegar a los claustros.
Educado en la piedad por su abuela, Doña María Enríquez, Francisco creció en una familia poderosa, pero marcada por la fe. Su padre soñaba con un hijo caballero; sin embargo, el niño amaba los altares más que las armas. A los diez años, repetía los sermones que escuchaba en la iglesia, y cuando murió su madre, ofreció por ella oraciones y penitencias con lágrimas de amor filial.
La Providencia quiso que, en su juventud, conociera a un hombre que marcaría su destino: San Ignacio de Loyola, entonces preso por la Inquisición. Francisco lo vio pasar camino de la cárcel y se conmovió por su serenidad. Años más tarde, aquel prisionero sería su padre espiritual. En ese momento, sin saberlo, el joven noble había cruzado su mirada con el fundador de la Compañía de Jesús.
Casado con Doña Leonor de Castro, dama de la emperatriz Isabel, Francisco fue modelo de esposo y virrey ejemplar. Pero el mundo comenzó a perder su brillo cuando, al custodiar el cuerpo de la emperatriz hacia su sepultura, vio el rostro corrompido de aquella que había sido la más bella de España. Entonces exclamó: “Nunca más serviré a señor que pueda morir”. Aquel instante fue el comienzo de su conversión total.
Desde ese día, su corazón quedó cautivado por la eternidad. Intensificó su oración, su penitencia y su amor a los pobres. Cuando su esposa falleció en 1546, comprendió que había llegado la hora de entregar todo a Cristo. Se despojó de sus títulos, renunció a sus bienes y entró humildemente en la Compañía de Jesús, con el nombre de Francisco, el penitente.
Ordenado sacerdote, recorrió España y Portugal predicando la conversión. Su palabra tenía fuego; su humildad, fuerza irresistible. Rechazó dos veces el cardenalato, obedeciendo a San Ignacio. En 1565 fue elegido Tercer General de la Compañía, guiando con santidad, prudencia y firmeza a los hijos de San Ignacio. Fue amigo de Santa Teresa de Jesús y colaborador de San Pío V en la reforma de la Iglesia.
Murió santamente en Roma el 30 de septiembre de 1572, después de haber servido solo a Dios. Sus restos incorruptos fueron testimonio de su pureza y penitencia. Su canonización en 1671, junto a San Luis Beltrán y Santa Rosa de Lima, confirmó que aquel duque de Gandía había cambiado la gloria terrena por la gloria eterna.
Lecciones
1. La verdadera nobleza está en servir a Cristo, no en los títulos del mundo. Su santidad fue fruto de la renuncia a los honores para abrazar la humildad.
2. Dios transforma el corazón a través del desengaño. La muerte de la emperatriz lo condujo a contemplar la vanidad del mundo y a buscar solo lo eterno.
3. La obediencia vale más que el prestigio. Rechazó el cardenalato para obedecer a su superior y seguir el camino de la humildad.
4. El alma que se entrega sin reservas a Dios, renueva la Iglesia. Su vida fue instrumento para la expansión y santificación de la Compañía de Jesús.
“San Francisco de Borja nos enseña que solo cuando morimos al mundo podemos vivir plenamente para Dios.”