
Historia
En los albores del siglo IV, San Frumencio de Tiro fue instrumento providencial para llevar la luz del Evangelio a una tierra todavía envuelta en tinieblas: Etiopía, conocida entonces como el Reino de los Cusitas. Nacido en Tiro, Frumencio acompañó siendo joven a su tío Meropio en un viaje por el Mar Rojo. El destino quiso que su barco fuera atacado por los nativos: todos fueron asesinados, salvo Frumencio y su hermano Edesio, que fueron llevados prisioneros a la corte de Auzum. Allí comenzó el designio divino que transformaría la historia de un pueblo.
Los jóvenes, por su sabiduría y fidelidad, ganaron la confianza del rey, quien los liberó de la esclavitud y los nombró consejeros de la corte. Frumencio, con prudencia y celo apostólico, comenzó a proteger a los cristianos y a sembrar la fe en aquel país pagano, alentando la construcción de los primeros oratorios y favoreciendo la libertad religiosa. Su corazón ardía por Cristo, y su prudencia pastoral preparó el terreno para una conversión que cambiaría la historia de Etiopía.
Cuando el rey murió, la reina viuda pidió a Frumencio que permaneciera como tutor del joven heredero. Desde esa posición, trabajó en silencio, orando, educando y evangelizando, hasta que pudo dejar el reino en paz. Entonces viajó a Alejandría, donde se entrevistó con San Atanasio, patriarca y defensor de la fe contra el arrianismo. Le relató lo ocurrido en Etiopía y la disposición de su pueblo para abrazar el Evangelio. Atanasio, inspirado por Dios, lo ordenó sacerdote y luego obispo, enviándolo de regreso como primer pastor de aquella nación.
Ya como obispo de Auzum, Frumencio fue recibido con entusiasmo por los etíopes, quienes lo llamaron “Abba Salamá, Padre de la Paz” o “El Iluminador”. Su predicación convirtió a los reyes Aizanas y Saizanas, quienes abrazaron públicamente la fe y mandaron grabar la cruz en las monedas del reino, testimonio visible del triunfo de Cristo sobre los ídolos. Con el apoyo real, San Frumencio fundó templos, organizó comunidades cristianas y formó discípulos que continuaron su obra.
No faltaron las pruebas: el hereje arriano Constancio intentó reemplazarlo por un falso obispo, pero Frumencio se mantuvo firme en la fe católica, sostenido por la oración y la protección divina. Su testimonio consolidó la Iglesia etíope en la verdad y la caridad. Hacia el año 380, después de una vida de sacrificio y gloria, murió en Auzum, dejando tras de sí un pueblo cristiano, fiel y fuerte frente a las futuras persecuciones.
San Frumencio no sólo convirtió una nación: creó un modelo de evangelización basado en la santidad personal, la paciencia y la prudencia misionera. Fue un obispo contemplativo y activo, sabio y humilde, que supo hacer de la cruz el trono desde el cual Cristo reinó en África. Su legado permanece como faro para sacerdotes y laicos que desean encender el mundo con el fuego del Evangelio.
Lecciones
1. Dios puede transformar las tragedias en misiones. Lo que comenzó con un naufragio y una captura terminó siendo el inicio de la evangelización de toda una nación. Nada escapa al plan de la Providencia.
2. La prudencia y la paciencia son virtudes misioneras. Frumencio no predicó con violencia, sino con el ejemplo, la oración y la caridad. Su vida demuestra que la conversión de los pueblos nace del testimonio fiel y perseverante.
3. La verdadera fe siempre resistirá la herejía. Frente al intento de imponer el arrianismo, Frumencio permaneció inquebrantable. Su fidelidad a Cristo y a la Iglesia nos enseña a no ceder ante el error ni la presión del mundo.
4. El amor a Cristo debe extenderse a todas las naciones. San Frumencio encarna el mandato del Señor: “Id por todo el mundo y proclamad el Evangelio” (Mc 16,15). Su celo apostólico invita a cada sacerdote y laico a ser luz donde reina la oscuridad.
“San Frumencio de Tiro nos enseña que la Divina Providencia puede transformar la esclavitud en un medio para fundar una nueva nación en la Fe.”
