
Historia
San Jenaro nació en Nápoles hacia el año 270. Desde joven fue llamado al servicio de Dios y, con apenas 24 años, recibió la ordenación sacerdotal. Su vida de piedad y celo apostólico lo llevaron a ser elegido obispo de Benevento a los 31 años, en tiempos de persecución bajo el emperador Diocleciano. Ser obispo en esos días significaba vivir bajo constante amenaza de muerte, pero Jenaro no retrocedió.
Cuando uno de sus diáconos, San Socio, fue encarcelado, Jenaro lo visitó con valentía. Allí fue reconocido y denunciado. Llevado ante el cruel gobernador Timoteo, se le exigió adorar a los ídolos, pero el santo obispo prefirió arriesgar la vida antes que ofender a Cristo.
Fue sometido a terribles tormentos: lo arrojaron a un horno encendido, del cual salió ileso. Luego lo hicieron enfrentar a fieras en el anfiteatro de Puzol, que en vez de atacarlo, se echaron mansamente a sus pies. Finalmente, junto con seis compañeros, fue condenado a la decapitación. El 19 de septiembre del año 305, San Jenaro entregó su vida por Cristo.
Un hecho conmovedor ocurrió en su camino al martirio: un anciano le pidió un recuerdo, y Jenaro prometió darle el lienzo con que le vendarían los ojos. Tras su decapitación, aquel lienzo empapado en sangre llegó milagrosamente a manos del anciano. Poco después, una cristiana llamada Eusebia recogió con devoción la sangre del santo en dos ampollas, reliquias que hasta hoy conservan el misterio de Dios.
Con la paz de Constantino, el cuerpo y la sangre de San Jenaro fueron llevados a Nápoles. Allí comenzó un fenómeno extraordinario: la sangre coagulada del santo se licuó ante su cuerpo, como si el martirio siguiera dando testimonio de la victoria de Cristo sobre la muerte. Desde entonces, este milagro se repite varias veces al año, especialmente el 19 de septiembre, siendo un signo de la protección de Dios para Nápoles y para todos los fieles.
La devoción del pueblo napolitano a San Jenaro ha sido inquebrantable. Durante erupciones del Vesubio, pestes o guerras, los fieles siempre acudieron a él, y el santo no dejó de mostrar su intercesión poderosa. Hasta hoy, su sangre sigue desconcertando a la ciencia y confirmando a los creyentes que la vida de los santos no termina con la muerte, sino que permanece viva en Cristo y en la Iglesia.
Lecciones
1. La fidelidad a Cristo exige valentía: San Jenaro nos recuerda que ningún poder humano puede apartarnos de la fe si permanecemos firmes en el Señor.
2. La sangre de los mártires es semilla de cristianos: su sacrificio no se pierde, sino que fecunda la Iglesia y fortalece nuestra fe.
3. Dios confirma a sus santos con signos: el milagro de la sangre de San Jenaro es un testimonio visible de la victoria de la fe sobre la incredulidad.
4. La devoción a los santos nos acerca a Cristo: invocarlos en nuestras necesidades es reconocer que ellos son nuestros hermanos mayores que nos acompañan en el camino al cielo.
“San Jenaro: su sangre viva nos recuerda que la fe verdadera no muere, sino que arde y da testimonio hasta la eternidad.”