
Historia
San Sixto II subió al solio pontificio en el año 257, apenas 190 años después del martirio de San Pedro. Su pontificado duró solo un año, marcado por la persecución del emperador Valeriano. Nacido en Atenas y formado en las escuelas filosóficas griegas, se convirtió al cristianismo, fue ordenado sacerdote y llegó a ser arcediano de la Iglesia romana. Desde el inicio, mostró una fe firme y una bondad pastoral extraordinaria.
La Iglesia vivía una fuerte crisis por la cuestión de los “rebautizados”. San Cipriano de Cartago sostenía que el bautismo administrado por herejes era inválido, mientras que Roma afirmaba la validez del sacramento por su institución divina, no por la santidad del ministro. San Sixto II, con paciencia y firmeza, restableció la calma y la unidad, sin ceder en la verdad de la fe, y reconcilió a numerosos disidentes con la Iglesia.
El primer edicto persecutorio de Valeriano en 257 fue relativamente suave: prohibía las asambleas cristianas y desterraba a los jerarcas, pero pronto un segundo edicto en 258 decretó la muerte inmediata de obispos, sacerdotes y diáconos sin juicio alguno. Roma fue la primera en sentir el peso de esta ley, y los cristianos quedaron despojados de pastores y bienes. Era un golpe directo para destruir la fe desde su raíz.
Ante la amenaza de profanación, San Sixto II dispuso trasladar con cuidado los cuerpos de San Pedro y San Pablo a un lugar seguro, en las catacumbas de San Sebastián, protegiendo así las reliquias más veneradas del cristianismo. Este gesto revelaba su celo por custodiar la fe y fortalecer la esperanza del pueblo cristiano.
El 6 de agosto del 258, San Sixto II celebraba la Eucaristía en la catacumba de Pretextato cuando los soldados irrumpieron violentamente. Fue apresado junto a sus diáconos. Según relata San Ambrosio, en el camino encontró a San Lorenzo, su primer diácono, quien llorando le pidió compartir el martirio. Sixto, con ternura y firmeza, le profetizó: “No tardarás en seguirme; dentro de tres días tú, que eres diácono, seguirás a tu sacerdote”.
Sentado en su cátedra, San Sixto ofreció primero su cabeza al verdugo, para que el furor no se ensañara con los demás. Fue decapitado junto con cuatro de sus diáconos: Genaro, Magno, Vicente y Esteban. Ese mismo día, en otro lugar, también murieron los diáconos Felicísimo y Agapito. Cuatro días más tarde, el 10 de agosto, la profecía se cumplió con el martirio de San Lorenzo.
El papa San Dámaso inscribió en la catacumba el epitafio que recuerda su heroica entrega: “Sentado en mi cátedra, fui sorprendido por los soldados; ofrecí mi cabeza primero para proteger a mi rebaño”. La silla ensangrentada donde murió fue conservada como reliquia y hoy se guarda en la catedral de Pisa.
Tras su muerte, la Iglesia romana quedó desorganizada y sin diáconos. Sin embargo, el Espíritu Santo sostuvo la fe de los fieles que, clandestinamente, siguieron celebrando y transmitiendo el Evangelio. La sangre de San Sixto y de sus compañeros regó la semilla de la Iglesia y confirmó la fe de los cristianos perseguidos.
Lecciones
1. El verdadero pastor da la vida por sus ovejas:
San Sixto II celebró la Eucaristía aun sabiendo el riesgo, mostrando que la fidelidad vale más que la vida.
2. La unidad se construye con paciencia y firmeza en la verdad:
Reconcilió a los divididos sin renunciar a la fe auténtica.
3. El martirio es victoria, no derrota:
Su entrega fortaleció la Iglesia y nos recuerda que la cruz abrazada con confianza se convierte en gloria.
4. Todos estamos llamados a la santidad:
Laicos y sacerdotes, unidos en la fe, debemos custodiar lo sagrado y vivir con esperanza, sabiendo que la comunión de los santos nos acompaña.
“La sangre de San Sixto II, derramada mientras celebraba la Eucaristía, nos recuerda que la santidad nace cuando el sacerdote y el laico están dispuestos a entregar su vida por Cristo y por la Iglesia.”