
Historia
San Plácido nació en una noble familia romana, hijo del patricio Tértulo, un hombre de profunda fe en tiempos difíciles para los católicos. Desde pequeño fue ofrecido por su padre a San Benito de Nursia, quien lo recibió entre sus discípulos en el monasterio de Subiaco. Allí, el joven mostró una obediencia y humildad tan perfectas, que asombraban a los monjes mayores. Era un alma dócil, deseosa de santidad, que encontraba gozo en cumplir cada regla y en servir a Dios en lo pequeño.
Un día, mientras sacaba agua del lago cercano, Plácido cayó al agua y estuvo a punto de ahogarse. San Benito, por revelación divina, lo supo y envió a su discípulo Mauro a rescatarlo. Obedeciendo sin dudar, San Mauro caminó sobre las aguas y salvó al niño. San Gregorio Magno nos dice que este milagro fue fruto de la obediencia, porque “quien camina sobre las olas por obediencia, hallará la estabilidad en medio de las inconstancias humanas”. Así, desde su infancia, Plácido fue testigo del poder que tiene un alma dócil a la voluntad de Dios.
Años después, San Benito fundó Montecasino, y Plácido lo acompañó fielmente. Allí maduró en la virtud y la sabiduría, aprendiendo del gran Patriarca de los monjes el amor al silencio, la penitencia y la oración. Su padre, Tértulo, visitó el monasterio y, movido por la santidad de su hijo, donó grandes propiedades para sostener la vida monástica y propagar el espíritu benedictino.
San Benito, viendo en Plácido un discípulo digno, lo envió a Sicilia, donde debía organizar los bienes del monasterio y fundar una nueva comunidad. Allí, el joven abad levantó un monasterio dedicado a San Juan Bautista y se convirtió en ejemplo vivo de la Regla de su maestro: pobre, penitente y caritativo. Dormía en una silla dura, vestía un silicio y ayunaba constantemente. Pero con los demás era todo dulzura, ayudando con amor a quien lo necesitaba. Era severo consigo y misericordioso con los demás, reflejo de Cristo en el claustro.
Dios glorificó a su siervo con milagros. San Plácido curó enfermos, sanó ciegos y consoló a los atribulados, pero siempre atribuía los prodigios a San Benito. Su humildad era tan profunda que veía en sí mismo solo un instrumento de la gracia divina. Su vida fue una ofrenda continua, un caminar sobre las aguas de las dificultades con los ojos puestos en Cristo.
En el año 541, una invasión sarracena cayó sobre Sicilia. Los piratas irrumpieron en su monasterio mientras los monjes cantaban maitines. Plácido fue apresado junto a sus hermanos y treinta y seis monjes benedictinos. Ante las amenazas, respondió con serenidad y valor, confesando su fe en Cristo. Fue azotado, mutilado y finalmente decapitado, junto a sus compañeros. Su boca, aunque destrozada, siguió proclamando el nombre de Jesús hasta el final.
Así murió el protomártir benedictino, joven y santo, que había aprendido desde niño que la obediencia y la fidelidad a Dios son más fuertes que la muerte. Su sangre fecundó la tierra de Sicilia y su ejemplo inspiró a generaciones de monjes a vivir con radical entrega al Señor.
Lecciones
1. La obediencia atrae milagros: Como San Mauro caminó sobre las aguas, así el alma obediente camina segura sobre las tempestades del mundo.
2. La humildad es la fuerza de los santos: San Plácido nunca se atribuyó los milagros, sino que los ofreció a Dios y a su maestro San Benito. La verdadera grandeza está en reconocerse siervo.
3. La santidad florece en la juventud cuando el alma es dócil: A los siete años ya seguía con fervor la regla monástica. Dios puede hacer de un niño un gigante de la fe si encuentra un corazón dispuesto.
4. El martirio corona la fidelidad: San Plácido no temió la muerte, porque su vida ya pertenecía a Cristo. Su sangre fue semilla de nuevos santos en la Orden Benedictina.
“San Plácido halló en la obediencia el camino, en la fidelidad la fuerza y en el martirio la corona de la vida eterna.”