San Abercio: El Obispo que derribó los ídolos y levantó la Fe de un Imperio

Historia

San Abercio, obispo de Hierápolis en Frigia, vivió a fines del siglo II, durante el reinado del emperador Marco Aurelio. Fue un pastor intrépido, lleno del Espíritu Santo, que enfrentó con valentía la idolatría de su tiempo. En medio de la pompa pagana impuesta por el imperio, el santo prefirió obedecer a Dios antes que a los hombres. Mientras la ciudad entera ofrecía sacrificios a falsos dioses, él se retiró a orar, y el Señor le reveló en visión su misión: destruir los ídolos y proclamar la verdad del Evangelio.

Sin temor alguno, Abercio entró en el templo de los dioses paganos y, con una vara, derribó las estatuas de Hércules, Apolo, Diana y Venus, reduciéndolas a polvo. Ante el asombro de los sacerdotes, el santo les dijo: “Vuestros dioses, hartos de carne y vino, se han destrozado entre sí. Haced con ellos cal, que al menos sirva de algo”. Su audacia provocó la furia del pueblo, que exigía su muerte. Pero Abercio, sereno y confiado en la Providencia, respondió: “Es preciso morir por Cristo”.

El Señor, sin embargo, quiso glorificar a su siervo antes del martirio. Tres jóvenes endemoniados se presentaron ante el pueblo, gritando horriblemente. Abercio, con profunda fe, oró en voz alta: “Dios de Jesucristo, cuya misericordia es infinita, libéralos del poder del demonio”. Inmediatamente los espíritus inmundos huyeron, y los jóvenes cayeron libres a sus pies. Entonces, la multitud que antes pedía su sangre, exclamó: “El Dios de Abercio es el único y verdadero Dios”. Esa misma noche, más de quinientas personas recibieron el bautismo.

Su fama llegó hasta Roma. La emperatriz Faustina, desesperada por la posesión diabólica de su hija Lucila, mandó llamar al santo obispo. Abercio viajó a Roma y, tras orar sobre la joven, expulsó al demonio en nombre de Jesucristo, devolviéndole la paz y la razón. La emperatriz quiso recompensarlo con riquezas, pero él rechazó todo honor y pidió únicamente ayuda para los pobres de Hierápolis y la construcción de baños públicos para los enfermos, aprovechando las aguas termales de la ciudad.

Después de cumplir su misión, el obispo regresó a su diócesis, recorriendo Siria, Mesopotamia y Asia Menor, predicando la verdadera fe, combatiendo las herejías y edificando a las comunidades cristianas. Era tan venerado por su santidad que los fieles lo llamaban Isapóstolos, “igual a los apóstoles”.

Al final de su vida, Dios le reveló que su hora se acercaba. Reunió a sus sacerdotes y discípulos y les dijo con ternura: “Hijos míos, voy a reunirme con Aquel cuyo amor ha llenado mi alma”. Murió en paz, dejando un epitafio que aún hoy se conserva como una joya de la fe primitiva, donde proclama su fe en Cristo, el Buen Pastor, y en la Eucaristía como alimento celestial que le dio la vida eterna.

Lecciones

1. La valentía nace de la fe verdadera. San Abercio no temió enfrentarse a todo un imperio porque sabía que Dios es más poderoso que los hombres.

2. La oración transforma las tinieblas en luz. Su vida fue una continua conversación con Dios, que le dio fuerza para cumplir su misión.

3. El verdadero poder está en la humildad. Rechazó honores y riquezas, prefiriendo servir a los pobres y glorificar a Dios.

4. La Eucaristía es el alimento de los santos. En su epitafio, Abercio testifica su fe en Cristo presente en el Pan y el Vino, fuente de vida eterna.

“San Abercio nos muestra que el alma que destruye los ídolos del pecado y se alimenta de la Eucaristía se convierte en templo vivo del Dios.”

Fuentes: FSSPX, VidasSantas, Wikipedia

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