
Historia
San Alejo nació en Roma en el siglo IV, durante el reinado de los emperadores Arcadio y Honorio. Fue hijo de Eufemiano y Aglaida, nobles romanos conocidos por su hospitalidad y caridad. Su casa era un lugar de acogida para viudas, huérfanos y pobres. En ese ambiente de oración, sacrificio y servicio creció Alejo, versado en la Sagrada Escritura, con el corazón dispuesto a seguir solo a Dios.
Sus padres lo comprometieron con una joven de linaje principesco. La boda se celebró con pompa en la iglesia de San Bonifacio. Pero esa misma noche, Alejo sintió el ardor del llamado divino a una vida de radical entrega. Se despidió en silencio de su esposa, le devolvió el anillo, se vistió como mendigo y escapó de Roma hacia Asia Menor, dejando atrás comodidades, honores y afectos humanos.
Llegó a Edesa (actual Turquía) y vivió 17 años como mendigo en la puerta de la iglesia de la Santísima Teotocos (Madre de Dios). Comía solo pan y agua una vez al día y su cuerpo se fue marchitando, pero su espíritu se fortalecía en oración constante, penitencia y humildad heroica. Fue tan profunda su unión con Dios que el sacristán de la iglesia tuvo visiones en las que el ícono de la Virgen revelaba: “En mi iglesia vive el hombre de Dios”.
Cuando comenzó a ser venerado en Edesa, Alejo huyó nuevamente para no caer en la vanagloria espiritual. Se embarcó rumbo a Sicilia, pero una tormenta —providencial— desvió el barco de regreso a Roma. Allí, pidió asilo como mendigo en la casa de sus padres. Su padre, sin reconocerlo, le mandó construir un pequeño refugio bajo la escalera de entrada. Allí vivió otros 17 años en oración silenciosa, rodeado por las lágrimas constantes de su madre y su esposa, que seguían llorando su desaparición.
Vivía rodeado de desprecio. Los criados se burlaban de él; escuchaba cada día el llanto de su madre y de su esposa sin poder consolarles ni revelarse. Pero el amor a Dios lo sostuvo en esa cruz voluntaria, y ofreció sus dolores en sacrificio silencioso, como Cristo oculto entre los hombres. Su paciencia fue un acto de martirio interior diario.
En la catedral de Roma, durante la Divina Liturgia, una voz celestial resonó tres veces llamando al pueblo a buscar al “hombre de Dios” que estaba a punto de morir. Fue entonces que el rey, junto con nobles y clero, acudió a la casa de Eufemiano, donde encontraron al mendigo muerto, pero su rostro brillaba con un resplandor celestial. Sostenía en sus manos una carta que revelaba su identidad y narraba su historia de sacrificio, amor y fe.
La ciudad entera quedó conmovida. Su madre, su esposa y su padre lo abrazaron llorando. El cuerpo fue llevado al centro de la ciudad. Muchos fueron curados al tocarlo y una fragancia de mirra brotó de su cuerpo al ser colocado en un ataúd de mármol. Su culto se expandió rápidamente. Aunque fue retirado del calendario litúrgico general en 1969, San Alejo sigue siendo un modelo de humildad escondida, santidad en el anonimato y amor absoluto a Dios.
San Alejo no fue canonizado formalmente por un Papa mediante el proceso moderno de canonización, ya que vivió en el siglo IV–V d.C., cuando aún no existía el procedimiento canónico actual.
En esa época, los santos eran reconocidos por aclamación popular y por el testimonio de la Iglesia local, especialmente si su vida y muerte daban señales claras de santidad, milagros o martirio. El culto a San Alejo se expandió rápidamente en Oriente y luego en Occidente, siendo especialmente promovido en Roma y en Siria. Su historia fue difundida ampliamente por textos hagiográficos como la Vita Sancti Alexii y el poema medieval francés La Vie de Saint Alexis (siglo XI).
Lecciones
1. De príncipe a mendigo: el corazón que eligió a Dios:
San Alejo lo tenía todo: nobleza, riqueza, una boda soñada. Pero eligió perderlo todo por un amor mayor. Esta es la historia de un joven romano que escuchó el llamado de Dios y escapó en silencio hacia una vida escondida en la oración y el sacrificio
2. El mendigo en tu puerta podría ser un santo:
Durante 17 años, San Alejo vivió bajo la escalera de su propia casa sin ser reconocido por su familia. Recibió desprecios, escuchó lágrimas de su madre y esposa por él, pero ofreció su vida como oración viva y escondida.
3. Santidad sin aplausos:
San Alejo huyó dos veces de la fama espiritual. No quiso honores, ni aplausos, ni veneración. Solo quiso ser de Dios, en lo secreto. Su vida desafía a sacerdotes y laicos a revisar dónde está nuestra verdadera intención: ¿servimos para ser vistos o para que Dios sea glorificado?
“San Alejo nos enseña que el alma que se esconde para Dios resplandece con la luz que no viene del mundo: tú también puedes ser un santo oculto, silencioso… pero glorioso ante el cielo.”