
Historia
Santa Susana, virgen y mártir romana del siglo III, brilla en la historia de la Iglesia como modelo de pureza, fortaleza y amor absoluto a Jesucristo. Su vida, transmitida por la tradición y venerada en Roma desde tiempos antiguos, es un testimonio poderoso para quienes desean vivir en gracia y alcanzar la santidad.
Nacida en una familia noble y cristiana, era hija de San Gavino y sobrina del Papa San Cayo, parientes cercanos del emperador Diocleciano. Desde niña, Susana mostró un carácter serio, laborioso y piadoso. Rechazó los entretenimientos mundanos y dedicó su mente y corazón al estudio de la Sagrada Escritura y a las enseñanzas de los Padres de la Iglesia. Se nutría espiritualmente leyendo las gestas de los mártires y orando en las catacumbas, donde el contacto con las tumbas de los santos fortalecía su amor por la vida eterna.
A los quince años, decidió consagrarse totalmente a Cristo como su único Esposo. Este voto de virginidad, hecho de rodillas ante el altar, marcaría el rumbo de su vida y la conduciría al martirio.
Poco después, Diocleciano decidió casar a su hija política con su hijo adoptivo, Maximiano Galerio, un hombre brutal y pagano. Viendo en Susana la candidata ideal, envió a su primo Claudio a proponer el matrimonio. Susana, al oír la propuesta, respondió con una firmeza admirable:
“Nunca tendré otro esposo que Jesucristo, a quien ya me he entregado.”
Este rechazo no fue fruto de rebeldía humana, sino de una fidelidad radical a Cristo. Con serenidad pero con absoluta determinación, se negó a comprometer su fe.
El encuentro con Susana transformó la vida de Claudio. Admirado por su pureza y firmeza, pidió instrucción al Papa Cayo y recibió el Bautismo junto con su esposa e hijos. También su hermano Máximo siguió este camino, entregando su vida y bienes al servicio de los pobres. Estas conversiones provocaron la ira de Diocleciano, que condenó a muerte a Claudio, Máximo y sus familias, quemándolos en secreto en el puerto de Ostia.
Susana fue encarcelada junto a su padre. La emperatriz Prisca, cristiana en secreto, intentó confortarla y ambas pasaban el tiempo en oración. Pero Diocleciano, al ver su constancia, envió al cruel Macedonio para forzarla a ofrecer incienso a los dioses. La santa se negó y, según la tradición, un ángel destruyó el ídolo ante sus ojos. Macedonio, furioso, la azotó brutalmente y luego informó al emperador, quien ordenó matarla en secreto en su propia casa para evitar el escándalo público.
El 11 de agosto del año 295, Susana entregó su alma virginal al Señor. La emperatriz recogió su sangre con un velo y la enterró en las catacumbas de San Alejandro. Años después, se construyó una iglesia sobre el lugar de su martirio, que aún hoy lleva su nombre en el Quirinal.
Santa Susana permanece como “Flor de Azucena” —como significa su nombre hebreo—, símbolo de pureza, fe inquebrantable y amor esponsal a Cristo.
Lecciones
1. La fidelidad a Cristo es absoluta:
Ni la presión política, ni las promesas de honor, ni el miedo a la muerte deben apartarnos de Él.
2. La pureza es un tesoro innegociable:
Conservar el alma y el cuerpo para Dios vale más que cualquier ventaja terrena.
3. La vida en gracia sostiene en las pruebas:
La oración, los sacramentos y la lectura espiritual alimentan la fortaleza para resistir el pecado.
4. El testimonio valiente es fecundo:
Una fe vivida con coherencia convierte incluso a los corazones más duros.
“Santa Susana nos enseña que quien ama a Cristo no teme perder la vida por Él, y su ejemplo nos invita a abrazar la cruz con amor para ganar el Cielo.”